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Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
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Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
Distrito Gesshoku
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Localizado en la zona Norte del Rukongai, el Gesshoku es un populoso Distrito en el que conviven la suntuosidad decadente de los lupanares y casas de apuestas con las chozas y locales de miseria mal disimulada. Su población está compuesta principalmente por pandilleros, maleantes, ludópatas, indigentes, prostitutas y comerciantes de bienes ilícitos. Es un lugar peligroso sometido a las bandas organizadas, que se encargan de la protección de los habitantes a cambio de un impuesto no negociable.
Por sus calles hay una constante vigilancia por parte de estos mafiosos, claramente identificables por el haori con el símbolo de su clan sobre la espalda y las katanas que portan en los cintos. Nadie salvo ellos tienen derecho a llevar armas visibles, mas esto no impide que la gente esconda entre sus ropas algún cuchillo o puñal con el que poder defender su vida y su dinero.
No son bienvenidos ni shinigamis ni miembros de la nobleza, aunque es impensable que cualquiera de ellos tenga una excusa para siquiera asomar las narices en estas tierras adversas.
La zona más popular del Gesshoku es la conocida como Ukarejo, La Dama Flotante. En ella se encuentran las diversiones nocturnas, el atractivo por el que los forasteros acuden a este Distrito. Ruedan los dados, el licor es servido con abundancia y la carne es saciada por los placeres; todo el que tenga dinero podrá divertirse en el barrio iluminado por faroles rojos.
En este territorio de vicios y exceso la seguridad se multiplica. Las mujeres no pueden adentrarse, salvo las que han sido llevadas a los burdeles por medio de la extorsión a sus familias o las que malvenden su cuerpo en los callejones por un mísero cuenco de arroz. Muchas de ellas han sido secuestradas de otros Distritos más pobres, como el Kusajishi o Zaraki.
El visitante debe tener cuidado; nadie en el Gesshoku actúa sino a favor de sus propios y turbios intereses.
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Localizado en la zona Norte del Rukongai, el Gesshoku es un populoso Distrito en el que conviven la suntuosidad decadente de los lupanares y casas de apuestas con las chozas y locales de miseria mal disimulada. Su población está compuesta principalmente por pandilleros, maleantes, ludópatas, indigentes, prostitutas y comerciantes de bienes ilícitos. Es un lugar peligroso sometido a las bandas organizadas, que se encargan de la protección de los habitantes a cambio de un impuesto no negociable.
Por sus calles hay una constante vigilancia por parte de estos mafiosos, claramente identificables por el haori con el símbolo de su clan sobre la espalda y las katanas que portan en los cintos. Nadie salvo ellos tienen derecho a llevar armas visibles, mas esto no impide que la gente esconda entre sus ropas algún cuchillo o puñal con el que poder defender su vida y su dinero.
No son bienvenidos ni shinigamis ni miembros de la nobleza, aunque es impensable que cualquiera de ellos tenga una excusa para siquiera asomar las narices en estas tierras adversas.
La zona más popular del Gesshoku es la conocida como Ukarejo, La Dama Flotante. En ella se encuentran las diversiones nocturnas, el atractivo por el que los forasteros acuden a este Distrito. Ruedan los dados, el licor es servido con abundancia y la carne es saciada por los placeres; todo el que tenga dinero podrá divertirse en el barrio iluminado por faroles rojos.
En este territorio de vicios y exceso la seguridad se multiplica. Las mujeres no pueden adentrarse, salvo las que han sido llevadas a los burdeles por medio de la extorsión a sus familias o las que malvenden su cuerpo en los callejones por un mísero cuenco de arroz. Muchas de ellas han sido secuestradas de otros Distritos más pobres, como el Kusajishi o Zaraki.
El visitante debe tener cuidado; nadie en el Gesshoku actúa sino a favor de sus propios y turbios intereses.
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Kawasumi Hotaru- Teniente Rei
- Post : 1085
Edad : 34
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
La habitación era cuadrada, pequeña, decorada en las paredes de un rosa marchito y unos cuantos detalles femeninos que pretendían hacerla más agradable. La ventana, el único punto de luz que había además de la amarillenta lumbre de la lamparilla, daba al jardín trasero de la morada, una suerte de sombras que emborronaba la tromba que estaba cayendo.
La arrojaron sobre el futón y cerraron la puerta, dejándola sola con la cara pegada a la arrugada colcha y la seda de su larga túnica enredada en los tobillos. Del dormitorio vecino le llegaban los sonidos del placer forzado.
No se molestó en cambiar de postura, simplemente permaneció tendida en la coqueta decadencia de la habitación, aguardando en silencio. No sucedieron ni cinco minutos cuando los crujidos de la madera anunciaron unos pasos acercándose. Alguien se detuvo en la entrada.
-...totalmente satisfecho, ya lo verá.
El cuarto se llenó con los ruidos del pasillo, que pareció invadirlo todo, y una luz sucia irrumpió en la estancia por un instante. Sintió la mirada escurriéndose por su figura, el suspiro estremecido, pero no se giró. Sabía que ya nada dependería de ella. Ni siquiera podría decidir cuándo se iba a posicionar sobre su cuerpo el de un extraño, cuanto intentarían arrancarle la ropa. Cuando esto sucedió, contuvo un respingo y se mordió los labios, sintiendo cómo la ira y la vergüenza la embargaban.
Una mano áspera le apartó los cabellos y se escurrió bajo la tela, en los hombros y la espalda, acariciando con impudicia. La obligó a darse la vuelta para poder observarla en la penumbra de la habitación. Ella era bonita, de curvas suaves y rostro hermoso e infantil. Lucía un odio acerado y contenido en los ojos verdes, y los labios se retorcían de tal modo que daba la impresión de que fuera a llorar o maldecir. Aparentaba unos quince años, dieciseis, quizás. Que fuera tan joven complació al cliente.
El olor penetrante a sudor y alcohol le golpeó en el rostro cuando se tendió sobre ella, besándole en la piel con una insistencia húmeda y torpe; el muy miserable estaba borracho, pero aun así le quedaban fuerzas para jugar con niñas.
De pronto la estrechó con un gesto extraño, ávido, pegajoso y que le resultó nauseabundo. Intentó volver el rostro, apartarlo de su boca, y los dedos del hombre se cerraron por debajo de sus costillas. Su respiración agitada le resonaba en los oídos, sus manos se escurrían sobre su pecho, debajo del encarnado kimono de seda con el que la habían disfrazado, roces trémulos y besos líquidos en su cuello, en la mandíbula, buscándole los labios. Y la chica interponía fútilmente los brazos, con el cuerpo en tensión y el rostro ardiéndole de rabia e impotencia.
Sentía un odio implacable por todas y cada una de las almas que comerciaban o retozaban entre aquellos muros, una furia que le quemaba las entrañas y le arrancaba juramentos.
Fuera, las gotas de lluvia eran finos aguijones que tamborileaban con sus helados dedos sobre los tejados y hacían bailar a las hojas de los árboles.
Las ondas de cabello argénteo caían desparramadas sobre el futón, ensangrentadas por la luz de los farolillos que alumbraban las calles. Tras realizar un tremendo esfuerzo logró sacarse la presa de aquel fibroso brazo de encima. Los ronquidos del hombre anunciaban el sueño relajado y bebido al que se había abandonado.
La muchacha tomó rápido una decisión.
Recogió la ropa masculina del suelo y se vistió con ella a toda prisa, atándose la melena de tal modo que pudiera ocultar hasta el último mechón blanco bajo el sombrero de paja que había traído el cliente. Las prendas le quedaban ridículamente grandes y no tenía zapatos, pero eso no importaba.
Abrió con suavidad la ventana. El cielo estaba oscureciendo, abarrotado de nubes grises que escupían su contenido a las calles. Pasó una pierna por el alféizar de la ventana y buscó apoyo antes de sacar la otra; las primeras gotas calaron la ropa usurpada.
"Tengo que irme de aquí. Tengo que escapar." No le daba miedo lo que pudiera sorprenderla fuera de allí, cualquier cosa sería mejor que marchitarse en un burdel. Ya con el cuerpo en el exterior, se desplazó en un avance lento pero seguro hacia la rama de un árbol lo suficientemente robusta como para poder agarrarse a ella y descender hasta el suelo. Sólo era una planta, no sabía si se mataría al caer desde esa altura, pero herida no podría ir muy lejos. Jadeó cuando sus dedos se aferraron a la corteza del árbol, notando a la velocidad vertiginosa a la que le latía el corazón. Iba a irse. Nadie la iba a detener.
El césped húmedo se coló entre los dedos de sus pies cuando llegó al suelo y dio los primeros pasos. El frescor del aire, la frialdad de la lluvia vertiéndose sobre ella... era un estallido liberador.
Moviéndose bajo el amparo de las sombras, la chica caminó cautelosamente bajo la lluvia, haciendo un esfuerzo por no echar a correr y rezando a los Dioses en los que no creía para lograr escapar de allí sin ser descubierta.
La arrojaron sobre el futón y cerraron la puerta, dejándola sola con la cara pegada a la arrugada colcha y la seda de su larga túnica enredada en los tobillos. Del dormitorio vecino le llegaban los sonidos del placer forzado.
No se molestó en cambiar de postura, simplemente permaneció tendida en la coqueta decadencia de la habitación, aguardando en silencio. No sucedieron ni cinco minutos cuando los crujidos de la madera anunciaron unos pasos acercándose. Alguien se detuvo en la entrada.
-...totalmente satisfecho, ya lo verá.
El cuarto se llenó con los ruidos del pasillo, que pareció invadirlo todo, y una luz sucia irrumpió en la estancia por un instante. Sintió la mirada escurriéndose por su figura, el suspiro estremecido, pero no se giró. Sabía que ya nada dependería de ella. Ni siquiera podría decidir cuándo se iba a posicionar sobre su cuerpo el de un extraño, cuanto intentarían arrancarle la ropa. Cuando esto sucedió, contuvo un respingo y se mordió los labios, sintiendo cómo la ira y la vergüenza la embargaban.
Una mano áspera le apartó los cabellos y se escurrió bajo la tela, en los hombros y la espalda, acariciando con impudicia. La obligó a darse la vuelta para poder observarla en la penumbra de la habitación. Ella era bonita, de curvas suaves y rostro hermoso e infantil. Lucía un odio acerado y contenido en los ojos verdes, y los labios se retorcían de tal modo que daba la impresión de que fuera a llorar o maldecir. Aparentaba unos quince años, dieciseis, quizás. Que fuera tan joven complació al cliente.
El olor penetrante a sudor y alcohol le golpeó en el rostro cuando se tendió sobre ella, besándole en la piel con una insistencia húmeda y torpe; el muy miserable estaba borracho, pero aun así le quedaban fuerzas para jugar con niñas.
De pronto la estrechó con un gesto extraño, ávido, pegajoso y que le resultó nauseabundo. Intentó volver el rostro, apartarlo de su boca, y los dedos del hombre se cerraron por debajo de sus costillas. Su respiración agitada le resonaba en los oídos, sus manos se escurrían sobre su pecho, debajo del encarnado kimono de seda con el que la habían disfrazado, roces trémulos y besos líquidos en su cuello, en la mandíbula, buscándole los labios. Y la chica interponía fútilmente los brazos, con el cuerpo en tensión y el rostro ardiéndole de rabia e impotencia.
Sentía un odio implacable por todas y cada una de las almas que comerciaban o retozaban entre aquellos muros, una furia que le quemaba las entrañas y le arrancaba juramentos.
Fuera, las gotas de lluvia eran finos aguijones que tamborileaban con sus helados dedos sobre los tejados y hacían bailar a las hojas de los árboles.
Las ondas de cabello argénteo caían desparramadas sobre el futón, ensangrentadas por la luz de los farolillos que alumbraban las calles. Tras realizar un tremendo esfuerzo logró sacarse la presa de aquel fibroso brazo de encima. Los ronquidos del hombre anunciaban el sueño relajado y bebido al que se había abandonado.
La muchacha tomó rápido una decisión.
Recogió la ropa masculina del suelo y se vistió con ella a toda prisa, atándose la melena de tal modo que pudiera ocultar hasta el último mechón blanco bajo el sombrero de paja que había traído el cliente. Las prendas le quedaban ridículamente grandes y no tenía zapatos, pero eso no importaba.
Abrió con suavidad la ventana. El cielo estaba oscureciendo, abarrotado de nubes grises que escupían su contenido a las calles. Pasó una pierna por el alféizar de la ventana y buscó apoyo antes de sacar la otra; las primeras gotas calaron la ropa usurpada.
"Tengo que irme de aquí. Tengo que escapar." No le daba miedo lo que pudiera sorprenderla fuera de allí, cualquier cosa sería mejor que marchitarse en un burdel. Ya con el cuerpo en el exterior, se desplazó en un avance lento pero seguro hacia la rama de un árbol lo suficientemente robusta como para poder agarrarse a ella y descender hasta el suelo. Sólo era una planta, no sabía si se mataría al caer desde esa altura, pero herida no podría ir muy lejos. Jadeó cuando sus dedos se aferraron a la corteza del árbol, notando a la velocidad vertiginosa a la que le latía el corazón. Iba a irse. Nadie la iba a detener.
El césped húmedo se coló entre los dedos de sus pies cuando llegó al suelo y dio los primeros pasos. El frescor del aire, la frialdad de la lluvia vertiéndose sobre ella... era un estallido liberador.
Moviéndose bajo el amparo de las sombras, la chica caminó cautelosamente bajo la lluvia, haciendo un esfuerzo por no echar a correr y rezando a los Dioses en los que no creía para lograr escapar de allí sin ser descubierta.
Kawasumi Hotaru- Teniente Rei
- Post : 1085
Edad : 34
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
Todo el cielo parecía venirse abajo. Sin embargo, esa noche, no todo lo que caía era agua. En aquella pequeña sección del Rukongai que nos ocupa también caía la lluvia, sí, pero un objeto de una mayor densidad se topó con el firme y húmedo piso.
El bulto, que dejó aquel sordo sonido en el aire al impactar contra la hierba, traía cierta inercia, por lo que no se limitó a caer. Cayó, mas luego rodó descontrolado, para acabar siendo detenido por la base de uno de los árboles; aquella noche, sus grandes amigos.
Se levantó como pudo, entre quejas de dolor. Sus vestiduras, envueltas en una pegajosa mezcla de barro y verdín, tenían un aspecto horrible, aunque nadie diría que recién salidas de la colada fuesen a encontrarse en mucho mejor estado. Sobre aquellas telas repletas de rotos y rasgados, y de baja costura, asomaba una cabeza de tez oscura. Más ahora, con todo aquel pastizal en su cara. Irónicamente, sus níveos cabellos habían logrado evitar el barrizal y caían, empapados, sobre su frente. Entre ellos asomaban sendos ojos, pequeños pero expresivos, de tonos dorados. Estos últimos, como dos exiguas luces, eran lo único que destacaba de su silueta, bajo aquella cerrada y umbría noche.
— Gracias por la ayuda. — espetó, sarcástico, alzando la voz por encima del traqueteo de la lluvia. — Ya puede seguir con su paseo bajo esta agradable noche, caballero, que yo estoy perfectamente. — continuó, mientras, mediante contorsiones de su espalda, intentaba recolocarse su columna.
~~ Unos cuantos minutos atrás ~~
Había perdido la cuenta de cuánto debía aquella noche. Sumando las anteriores, debía ser una pequeña fortuna. Demasiado alcohol, demasiadas pipas de uso público con contenido dudosamente legal. Aún era joven, pero su cuerpo no parecía haberse curtido lo suficiente para tolerar tales excesos. Menos su mente. Su castigada cabeza le pasaba factura en aquellos juegos de azar, que de azar poco tenían. En consecuencia, cada nueva alba la suma de deudas se acrecentaba, a la misma velocidad que la paciencia de los señores de los bajos fondos del Rukongai.
Precisamente aquella noche parecían haber tocado fondo, o quizá había jodido al algún nuevo maleante, menos permisivo. La cuestión es que alguien pretendía cobrar sus débitos vía sangre y dolor. Al menos esa era la intención de los mercenarios que corrían tras el escurridizo muchacho.
Para aquellos entrenados ojos ambarinos, la lluvia no suponía un problema. Tampoco lo eran las ramas que se sucedían frente a ellos para su agilidad, aunque estas lo hicieran a tal velocidad que la noche se antojaba verde, más que oscura. La idea de escapar por los tejados y árboles del Rukongai habría sido una excelente decisión, pero Kato no sopesó todas los factores que ésta implicaba. No contaba con la prominente manta de agua que calaba las copas de los árboles, ni el liquen que crecía en algunos troncos de ellos. Tampoco entró en sus cálculos cuán resbaladiza era la mezcla de aquellos dos.
Sabía que no podía actuar en un lugar como aquel, por lo que dejó a su reiatsu en paz, limitándose a asumir el destino que la gravedad le había guardado. Mientras caía, tensó los músculos de su espaldas, inocente, como si de algo fuera a servir aquella desesperada acción, que ni conseguía paliar el dolor de las ramas que fue quebrando en su descenso.
Quizá fuera la conmoción cerebral, pero bajo aquel primer vistazo no supo discernir las femeninas dotes de aquella figura, ocultas en aquellos orondos ropajes de hombre. Con más detenimiento ahora, su mirada se centró en sus anchas caderas, la única zona de su talle que alcanzaba a marcarse sobre la holgada tela.
Una mujer, después de todo.
Ahora su curiosidad se había despertado. Bajo la soberana descarga fluvial, bajo aquel azabache cielo en el que ni la luna se atrevía a asomar, una joven, sola, caminando con la tranquilidad de cualquier niñita noble pasea bajo el suave sol de una tarde primaveral en pleno corazón del Seireitei. Inquietante, cuanto menos.
Se acercó, recorriendo el surco que su cuerpo había dejado sobre el herbazal, ya que éste, para su sorpresa, había sesgado la trayectoria de la muchacha, sorteándola milagrosamente. Sin embargo, a los pocos pasos, cambió de idea, y volvió a girarse con la agilidad de un viejo borracho. Si algo le había enseñado el Rukongai es a no dar crédito ni a su sombra. Los ancianos mendigos resultaban ser peligrosos bandidos y las desvalidas jovenzuelas, por qué no, podrían ser asesinas despiadadas, sin otra ocupación que rebanar cuerpos por el mero placer de ver la sangre manar.
Frotándose la cabeza -nada parecía dejar de moverse dentro de ella- alargó la distancia entre aquella misteriosa figura y su persona. Mientras, poco a poco, el cielo volvía a detenerse arriba de sus ojos, donde siempre estuvo, y el suelo dejó de agitarse por completo. El zumbido en sus oídos aún tardó en abandonarle.
___________________
[OFF] Malditas musas trasnochadoras... >-<
El bulto, que dejó aquel sordo sonido en el aire al impactar contra la hierba, traía cierta inercia, por lo que no se limitó a caer. Cayó, mas luego rodó descontrolado, para acabar siendo detenido por la base de uno de los árboles; aquella noche, sus grandes amigos.
Se levantó como pudo, entre quejas de dolor. Sus vestiduras, envueltas en una pegajosa mezcla de barro y verdín, tenían un aspecto horrible, aunque nadie diría que recién salidas de la colada fuesen a encontrarse en mucho mejor estado. Sobre aquellas telas repletas de rotos y rasgados, y de baja costura, asomaba una cabeza de tez oscura. Más ahora, con todo aquel pastizal en su cara. Irónicamente, sus níveos cabellos habían logrado evitar el barrizal y caían, empapados, sobre su frente. Entre ellos asomaban sendos ojos, pequeños pero expresivos, de tonos dorados. Estos últimos, como dos exiguas luces, eran lo único que destacaba de su silueta, bajo aquella cerrada y umbría noche.
— Gracias por la ayuda. — espetó, sarcástico, alzando la voz por encima del traqueteo de la lluvia. — Ya puede seguir con su paseo bajo esta agradable noche, caballero, que yo estoy perfectamente. — continuó, mientras, mediante contorsiones de su espalda, intentaba recolocarse su columna.
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~~ Unos cuantos minutos atrás ~~
Había perdido la cuenta de cuánto debía aquella noche. Sumando las anteriores, debía ser una pequeña fortuna. Demasiado alcohol, demasiadas pipas de uso público con contenido dudosamente legal. Aún era joven, pero su cuerpo no parecía haberse curtido lo suficiente para tolerar tales excesos. Menos su mente. Su castigada cabeza le pasaba factura en aquellos juegos de azar, que de azar poco tenían. En consecuencia, cada nueva alba la suma de deudas se acrecentaba, a la misma velocidad que la paciencia de los señores de los bajos fondos del Rukongai.
Precisamente aquella noche parecían haber tocado fondo, o quizá había jodido al algún nuevo maleante, menos permisivo. La cuestión es que alguien pretendía cobrar sus débitos vía sangre y dolor. Al menos esa era la intención de los mercenarios que corrían tras el escurridizo muchacho.
Para aquellos entrenados ojos ambarinos, la lluvia no suponía un problema. Tampoco lo eran las ramas que se sucedían frente a ellos para su agilidad, aunque estas lo hicieran a tal velocidad que la noche se antojaba verde, más que oscura. La idea de escapar por los tejados y árboles del Rukongai habría sido una excelente decisión, pero Kato no sopesó todas los factores que ésta implicaba. No contaba con la prominente manta de agua que calaba las copas de los árboles, ni el liquen que crecía en algunos troncos de ellos. Tampoco entró en sus cálculos cuán resbaladiza era la mezcla de aquellos dos.
Sabía que no podía actuar en un lugar como aquel, por lo que dejó a su reiatsu en paz, limitándose a asumir el destino que la gravedad le había guardado. Mientras caía, tensó los músculos de su espaldas, inocente, como si de algo fuera a servir aquella desesperada acción, que ni conseguía paliar el dolor de las ramas que fue quebrando en su descenso.
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Quizá fuera la conmoción cerebral, pero bajo aquel primer vistazo no supo discernir las femeninas dotes de aquella figura, ocultas en aquellos orondos ropajes de hombre. Con más detenimiento ahora, su mirada se centró en sus anchas caderas, la única zona de su talle que alcanzaba a marcarse sobre la holgada tela.
Una mujer, después de todo.
Ahora su curiosidad se había despertado. Bajo la soberana descarga fluvial, bajo aquel azabache cielo en el que ni la luna se atrevía a asomar, una joven, sola, caminando con la tranquilidad de cualquier niñita noble pasea bajo el suave sol de una tarde primaveral en pleno corazón del Seireitei. Inquietante, cuanto menos.
Se acercó, recorriendo el surco que su cuerpo había dejado sobre el herbazal, ya que éste, para su sorpresa, había sesgado la trayectoria de la muchacha, sorteándola milagrosamente. Sin embargo, a los pocos pasos, cambió de idea, y volvió a girarse con la agilidad de un viejo borracho. Si algo le había enseñado el Rukongai es a no dar crédito ni a su sombra. Los ancianos mendigos resultaban ser peligrosos bandidos y las desvalidas jovenzuelas, por qué no, podrían ser asesinas despiadadas, sin otra ocupación que rebanar cuerpos por el mero placer de ver la sangre manar.
Frotándose la cabeza -nada parecía dejar de moverse dentro de ella- alargó la distancia entre aquella misteriosa figura y su persona. Mientras, poco a poco, el cielo volvía a detenerse arriba de sus ojos, donde siempre estuvo, y el suelo dejó de agitarse por completo. El zumbido en sus oídos aún tardó en abandonarle.
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Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
La grácil figura que vestía ropas de hombre se escurría silenciosa entre los árboles que proporcionaban cobijo a la sombra de los jardines. Con el sombrero protegiéndole la cabeza del agua y las miradas fugaces, la jovencita caminaba con paso medido y constante, aun a pesar de la tenaz lluvia que descendía de los cielos y la capa de barro que tenía por zapatos. Evitaba las calles infestadas de clientes y guardianes, tomando los callejones y patios traseros como los caminos más seguros.
Caminaba, y la tierra húmeda daba la impresión de discurrir bajo sus pies mucho más lenta de lo que sus pasos se sucedían. Caminaba, y aun así estaba tardando demasiado en dejar atrás el terreno que se deslizaba bajo sus talones.
Pensando con rapidez febril, trataba de decidir cómo actuaría a continuación. Mientras, la lluvia borraba aquel olor penetrante y nauseabundo de las prendas con las que se cubría, mezcla de perfumes baratos y sudor. "El perfume de Chiharu, o el de Sumiko... ellas siguen ahí. No van a salir nunca." Lo lamentaba por ellas, pero no podía hacer nada. Tenía que salvarse a sí misma; ahora ni importaban los demás ni había cabida para el remordimiento o la compasión.
Bajo la atención de un cielo sin estrellas, trepó el muro que separaba los terrenos embarrados de una hostería y un almacén de licores y cruzó al otro lado. Miró al cielo por un momento. La luna también se había escondido aquella noche, como si se sintiera avergonzada por las acciones de aquellas degeneradas almas. Suspiró y retomó la marcha, sin concederse el privilegio de hacer caso al cansancio o al frío.
Más adelante, sorteando la luz de las linternas que iluminaban las calles principales y el achispado rumor de las cantinas, la joven fue sorprendida por la caída de un extraño y pesado bulto que por poco no la lastimó en su trayectoria. Paralizada por la sorpresa, se había quedado clavada en el sitio, observando de hito en hito lo que resultó ser un hombre.
"¿Qué diablos...? La gente no... ¡no se cae de las nubes!" tal fue su primer pensamiento, que fue incapaz de exteriorizar en palabras. Retrocedió y miró con desconfianza al extraño, encogiendo los hombros y lamentando no tener ningún cuchillo o palo con el que defenderse.
No se parecía a ningún hombre que conociera, salvo por lo sucio que estaba. Era tan alto que llegaba a resultar amenazador, y el color oscuro de su piel, que quedaba expuesto a la vista cuando la lluvia arrastraba el barro y lo limpiaba de su cara, resaltaba el blanco de su cabello empapado. Pero lo que más le llamó la atención fueron sus ojos, que parecían flotar como dos luciérnagas en la vaguedad del anochecer, de la tonalidad de dos bonitas monedas de oro. Por un momento se quedó como hipnotizada por aquella imagen y sintió que la invadía una ligera sensación, mezcla de temor y curiosidad.
Reaccionó al escuchar sus palabras, apartando la mirada, nerviosa, con un revoloteo en el pecho. La lluvia repiqueteaba sobre el suelo, velando el silencio entre los dos. Se iba encharcando la señal que había dejado el cuerpo en su accidentado aterrizaje, y cuando escuchó el chapoteo de las pisadas hacia ella, dio un suave respingo, alarmada por la tentativa de acercamiento. Algo hizo cambiar de parecer al desconocido, que sin añadir nada más dio media vuelta y fue alejándose con sus andares afectados, dejando a la confusa chica con el sonido galopante de sus propias pulsaciones en los oídos.
Algo la llevó a seguirle, sin haber considerado apenas la peligrosidad del acto.
La joven caminaba a unos metros de él, precavida, y le observaba de arriba a abajo. La ropa desgarrada, el aspecto desaliñado y esas magulladuras y arañazos no le eran de ayuda para aparentar ser alguien respetable. Mas bien parecía un pordiosero.
— Tú... — le llamó cuando fue vencida por la curiosidad, después de lo cual acortó distancias mientras se sujetaba el sombrero a la cabeza, quedando a metro y medio de él, en un alejamiento prudencial— Ibas por los tejados como un gato, ¿verdad? Y llevas una ropa tan zarrapastrosa que pareces un mendigo... ¿De dónde sales? Tienes unas pintas muy raras; yo diría que incluso sospechosas... Estás metido en un lío, ¿a que sí?— hubo una pequeña pausa, tras la que insistió en preguntarle lo mismo — ¿Lo estás?
Caminaba, y la tierra húmeda daba la impresión de discurrir bajo sus pies mucho más lenta de lo que sus pasos se sucedían. Caminaba, y aun así estaba tardando demasiado en dejar atrás el terreno que se deslizaba bajo sus talones.
Pensando con rapidez febril, trataba de decidir cómo actuaría a continuación. Mientras, la lluvia borraba aquel olor penetrante y nauseabundo de las prendas con las que se cubría, mezcla de perfumes baratos y sudor. "El perfume de Chiharu, o el de Sumiko... ellas siguen ahí. No van a salir nunca." Lo lamentaba por ellas, pero no podía hacer nada. Tenía que salvarse a sí misma; ahora ni importaban los demás ni había cabida para el remordimiento o la compasión.
Bajo la atención de un cielo sin estrellas, trepó el muro que separaba los terrenos embarrados de una hostería y un almacén de licores y cruzó al otro lado. Miró al cielo por un momento. La luna también se había escondido aquella noche, como si se sintiera avergonzada por las acciones de aquellas degeneradas almas. Suspiró y retomó la marcha, sin concederse el privilegio de hacer caso al cansancio o al frío.
Más adelante, sorteando la luz de las linternas que iluminaban las calles principales y el achispado rumor de las cantinas, la joven fue sorprendida por la caída de un extraño y pesado bulto que por poco no la lastimó en su trayectoria. Paralizada por la sorpresa, se había quedado clavada en el sitio, observando de hito en hito lo que resultó ser un hombre.
"¿Qué diablos...? La gente no... ¡no se cae de las nubes!" tal fue su primer pensamiento, que fue incapaz de exteriorizar en palabras. Retrocedió y miró con desconfianza al extraño, encogiendo los hombros y lamentando no tener ningún cuchillo o palo con el que defenderse.
No se parecía a ningún hombre que conociera, salvo por lo sucio que estaba. Era tan alto que llegaba a resultar amenazador, y el color oscuro de su piel, que quedaba expuesto a la vista cuando la lluvia arrastraba el barro y lo limpiaba de su cara, resaltaba el blanco de su cabello empapado. Pero lo que más le llamó la atención fueron sus ojos, que parecían flotar como dos luciérnagas en la vaguedad del anochecer, de la tonalidad de dos bonitas monedas de oro. Por un momento se quedó como hipnotizada por aquella imagen y sintió que la invadía una ligera sensación, mezcla de temor y curiosidad.
Reaccionó al escuchar sus palabras, apartando la mirada, nerviosa, con un revoloteo en el pecho. La lluvia repiqueteaba sobre el suelo, velando el silencio entre los dos. Se iba encharcando la señal que había dejado el cuerpo en su accidentado aterrizaje, y cuando escuchó el chapoteo de las pisadas hacia ella, dio un suave respingo, alarmada por la tentativa de acercamiento. Algo hizo cambiar de parecer al desconocido, que sin añadir nada más dio media vuelta y fue alejándose con sus andares afectados, dejando a la confusa chica con el sonido galopante de sus propias pulsaciones en los oídos.
Algo la llevó a seguirle, sin haber considerado apenas la peligrosidad del acto.
La joven caminaba a unos metros de él, precavida, y le observaba de arriba a abajo. La ropa desgarrada, el aspecto desaliñado y esas magulladuras y arañazos no le eran de ayuda para aparentar ser alguien respetable. Mas bien parecía un pordiosero.
— Tú... — le llamó cuando fue vencida por la curiosidad, después de lo cual acortó distancias mientras se sujetaba el sombrero a la cabeza, quedando a metro y medio de él, en un alejamiento prudencial— Ibas por los tejados como un gato, ¿verdad? Y llevas una ropa tan zarrapastrosa que pareces un mendigo... ¿De dónde sales? Tienes unas pintas muy raras; yo diría que incluso sospechosas... Estás metido en un lío, ¿a que sí?— hubo una pequeña pausa, tras la que insistió en preguntarle lo mismo — ¿Lo estás?
Kawasumi Hotaru- Teniente Rei
- Post : 1085
Edad : 34
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
Aún le seguía doliendo el hombro y parte del cuello, aunque no era de extrañar tras tremendo traspiés. Sus ropas, pese a lo que pudiera parecer, incluso habían ganado limpieza tras la lluvia. Antes rezumaban a alcohol, sangre y diferentes platos que había limpiado de la mesa en la pelea previa a su huida.
Se palpaba los huesos, buscando alguna rotura, cuando oyó la melosa voz de aquella figura a su espalda. El zarrapastroso muchacho se detuvo al escuchar aquella primera y solitaria sílaba. Y se retorció para mirarla, sin llegar a girarse aún. En su mirada se podrían haber interpretado un millar de pareceres, pero nunca la confianza. Bastante escarmentado había salido del Rukongai no pocas veces para no saber que hay que andar con pies de plomo, más aún en según que distritos.
— Oh, no... como un gato no. Los gatos tienen siete vidas, a mí me debe quedar como mucho media. — declaró, llevándose de nuevo su mano al costado. — ¿Pintas sospechosas? ¿Y quién no las tiene por estos lares? Venga ya... sólo mírate. Alguien como tú, sola bajo la lluvia y mal-vestida con ropas de hombre. — Hasta que no se giró y la vio no llegó a darse cuenta de que ésta se había acercado. Kato, para entonces, ya se había vuelto por completo, pero al notarla tan cerca dio un instintivo paso hacia atrás. — Tu pinta tampoco es que sea muy normal... aunque no es lo peor que he visto por aquí, seguro. — Medio paso más. Había tenido suficiente por aquella noche, y no quería más problemas. — Se diría que sí, que ando en algún lío, pero, dado que mi cabeza sigue junto a mi cuello, creo que he logrado despistarles, así que... digamos que estaba en un lío. — respondió, enfatizando el tiempo pasado del verbo. Dibujó una extraña mueca en su rostro, que a duras penas podría distinguirse como sonrisa, bajo tanta agua y oscuridad.
Ahora, a tal distancia, se preguntaba cómo había podido confundir su silueta con la de un hombre. Cierto que era que llevaba ropajes masculinos, pero sus contorno curvilíneo se imponía sobre las telas. Quizá su figura estuviera más marcada ahora que minutos atrás, pues el agua había calado y las holgadas vestiduras se habían adherido, en parte, a la piel de la joven. Mientras le contestaba, con la sorna que casi siempre le preguntaba, los dorados ojos del Shihōin habían recorrido, con disimulo, su talle.
No cabía duda, una mujer. Y de las hermosas. Féminas como aquella no sólo no solían pasear solas por aquellas angostas calles, sino que ni en compañía. En aquel distrito, con suerte, podrías encontrar a alguien así en un burdel, bajo el yugo de algún hombre que alquilara su cuerpo. Pero rara vez se dejaba ver un cuerpo esbelto por aquellos lares, donde sólo restaban los despojos de la sociedad de los Shinigamis.
Su cara seguía siendo un misterio, aunque Kato había podido observar destellos esmeralda en su esquiva mirada. Había girado un tanto la cabeza, intentando buscar el rostro gacho tras aquel sombrero de paja.
Su experiencia seguía dictándole que antepusiera la desconfianza a los prejuicios, pero tal era la fragilidad que aquella empapada joven desprendía, que poco a poco fue olvidando sus instintos y abrazando la posibilidad de que ella estuviera tan alerta y a la defensiva como él. Si tal era el caso, si su vocecita interior lo había estado engañando, aquella muchacha podría andar en apuros.
La observó de nuevo, mientras los dos guardaban silencio. Y esta vez sin preocuparse en guardar el decoro y disimular. Él llevaba un rahido haori que algo le protegía de la incesante lluvia, pero la joven no parecía haber tenido tanta previsión, y sus ropajes estaban empapados completamente. Se diría que hacía esfuerzos por no tiritar.
— No... ¿no tienes frío? — preguntó, sin pensar mucho en sus palabras. — Parece que la lluvia te ha calado bien. — añadió, aunque fuera una obviedad. — ¿Vives cerca? — Tampoco pensó mucho esa pregunta, salió sin más. Incluso se habría sonrojado si su oscura tez lo hubiera permitido. — Digo... deberías volver a casa, vas a pillar un buen resfriado si no. — Su voz sonó cálida, con cierto cariz de preocupación.
De nuevo esa idea por su mente, cada vez más contrastada por el paso del tiempo y la ausencia de acontecimientos. ¿No debía temer a aquella misteriosa chica? ¿No debía desconfiar ni esperar que aquella escena fuera una trampa o el inicio de algún atraco? El suelo que ambos pisaban, aquella caótica zona, parecían guiar sus pensamientos hacia la precaución, pero el resto de señales tiraban de su conciencia hacia el lado contrario, hacia ella.
Se palpaba los huesos, buscando alguna rotura, cuando oyó la melosa voz de aquella figura a su espalda. El zarrapastroso muchacho se detuvo al escuchar aquella primera y solitaria sílaba. Y se retorció para mirarla, sin llegar a girarse aún. En su mirada se podrían haber interpretado un millar de pareceres, pero nunca la confianza. Bastante escarmentado había salido del Rukongai no pocas veces para no saber que hay que andar con pies de plomo, más aún en según que distritos.
— Oh, no... como un gato no. Los gatos tienen siete vidas, a mí me debe quedar como mucho media. — declaró, llevándose de nuevo su mano al costado. — ¿Pintas sospechosas? ¿Y quién no las tiene por estos lares? Venga ya... sólo mírate. Alguien como tú, sola bajo la lluvia y mal-vestida con ropas de hombre. — Hasta que no se giró y la vio no llegó a darse cuenta de que ésta se había acercado. Kato, para entonces, ya se había vuelto por completo, pero al notarla tan cerca dio un instintivo paso hacia atrás. — Tu pinta tampoco es que sea muy normal... aunque no es lo peor que he visto por aquí, seguro. — Medio paso más. Había tenido suficiente por aquella noche, y no quería más problemas. — Se diría que sí, que ando en algún lío, pero, dado que mi cabeza sigue junto a mi cuello, creo que he logrado despistarles, así que... digamos que estaba en un lío. — respondió, enfatizando el tiempo pasado del verbo. Dibujó una extraña mueca en su rostro, que a duras penas podría distinguirse como sonrisa, bajo tanta agua y oscuridad.
Ahora, a tal distancia, se preguntaba cómo había podido confundir su silueta con la de un hombre. Cierto que era que llevaba ropajes masculinos, pero sus contorno curvilíneo se imponía sobre las telas. Quizá su figura estuviera más marcada ahora que minutos atrás, pues el agua había calado y las holgadas vestiduras se habían adherido, en parte, a la piel de la joven. Mientras le contestaba, con la sorna que casi siempre le preguntaba, los dorados ojos del Shihōin habían recorrido, con disimulo, su talle.
No cabía duda, una mujer. Y de las hermosas. Féminas como aquella no sólo no solían pasear solas por aquellas angostas calles, sino que ni en compañía. En aquel distrito, con suerte, podrías encontrar a alguien así en un burdel, bajo el yugo de algún hombre que alquilara su cuerpo. Pero rara vez se dejaba ver un cuerpo esbelto por aquellos lares, donde sólo restaban los despojos de la sociedad de los Shinigamis.
Su cara seguía siendo un misterio, aunque Kato había podido observar destellos esmeralda en su esquiva mirada. Había girado un tanto la cabeza, intentando buscar el rostro gacho tras aquel sombrero de paja.
Su experiencia seguía dictándole que antepusiera la desconfianza a los prejuicios, pero tal era la fragilidad que aquella empapada joven desprendía, que poco a poco fue olvidando sus instintos y abrazando la posibilidad de que ella estuviera tan alerta y a la defensiva como él. Si tal era el caso, si su vocecita interior lo había estado engañando, aquella muchacha podría andar en apuros.
La observó de nuevo, mientras los dos guardaban silencio. Y esta vez sin preocuparse en guardar el decoro y disimular. Él llevaba un rahido haori que algo le protegía de la incesante lluvia, pero la joven no parecía haber tenido tanta previsión, y sus ropajes estaban empapados completamente. Se diría que hacía esfuerzos por no tiritar.
— No... ¿no tienes frío? — preguntó, sin pensar mucho en sus palabras. — Parece que la lluvia te ha calado bien. — añadió, aunque fuera una obviedad. — ¿Vives cerca? — Tampoco pensó mucho esa pregunta, salió sin más. Incluso se habría sonrojado si su oscura tez lo hubiera permitido. — Digo... deberías volver a casa, vas a pillar un buen resfriado si no. — Su voz sonó cálida, con cierto cariz de preocupación.
De nuevo esa idea por su mente, cada vez más contrastada por el paso del tiempo y la ausencia de acontecimientos. ¿No debía temer a aquella misteriosa chica? ¿No debía desconfiar ni esperar que aquella escena fuera una trampa o el inicio de algún atraco? El suelo que ambos pisaban, aquella caótica zona, parecían guiar sus pensamientos hacia la precaución, pero el resto de señales tiraban de su conciencia hacia el lado contrario, hacia ella.
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
Todo estaba bastante oscuro, pues en el Gesshoku la mayoría de los fondos destinados a la iluminación de las vías públicas iban a parar a las calles principales del Ukarejo, donde interesaba más que el cliente posara la vista. Hasta ellos llegaba apenas un resplandor lívido de los faroles que aportaban colorido al barrio; la suficiente luz como para distinguir algunos detalles del otro si se estaba lo suficientemente cerca.
No sabía qué pensar de aquel extraño. ¿Sería alguien peligroso? Su comportamiento era diferente al de los otros hombres. Para empezar, en esas mismas circunstancias, cualquiera se habría aprovechado de la oscuridad y su fragilidad para abalanzarse sobre ella. Él no. Él prefería evitar que se le acercara.
La chica alzó la mirada y vio que él estaba pendiente de poder vislumbrar su faz. Inmediatamente, desvió el rostro con un gesto inesperadamente tímido. Notó que se le cerraba el estómago con un mordisco violento. Le hubiera gustado preguntarle qué diablos estaba mirando, pero por alguna razón fue incapaz de abrir la boca durante un buen rato.
La lluvia seguía arremetiendo contra ellos, resonando en las tejas y volviendo resbaladiza la tierra. Ella respiró hondo, intentando despejar la mente, consciente de su propia inquietud. El viento traicionero arrastraba el olor del hombre, inyectándoselo hasta las entrañas. Tembló y se rodeó con ambos brazos los pechos, delicados y redondos, cuya forma la helada lluvia había logrado hacer resaltar bajo la tosca tela que los cubría.
Los comentarios que estaba escuchando le resultaban bastante estúpidos y, sin embargo, se sorprendió contestando, casi con docilidad:
— Sólo un poco. Sobretodo los pies. — Se pasó la lengua por los labios para humedecerlos, bajo el amparo del sombrero de paja, cuyos bordes goteaban el agua resplandeciente que caía. Restregó los talones sobre el barro y se lo quedó mirando, mientras seguía abrazándose a sí misma.— Intentaba volver a casa, pero...
Era absurdo. Estaba escapando de una pesadilla en la que se había sumergido por culpa de un hombre, por decidir confiar en él. No podía permitirse caer en lo mismo. No podía volver a bajar la guardia. Nunca más.
Levantó la cabeza y le atravesó con una repentina mirada cargada de recelo. Si supiera que estaba huyendo, seguramente la llevaría a rastras hasta el burdel o trataría de sacarle provecho a la situación. Cualquiera lo haría.
Entonces percibió algo extraño. Una estela de luz se derramaba por el suelo desde la calle que cruzaba el lugar en el que se encontraban, justo unos metros por delante de su posición. Iba avanzando. "¿Qué...?"
Entonces entendió de qué se trataba. Abrió mucho los ojos, asustada e incrédula. No tenía tiempo para reflexionar si estaban ahí porque cumplían con sus patrullas o los estaban buscando a alguno de los dos. La chica agarró por el antebrazo al joven y lo obligó a seguirla con un tirón enérgico, sacándolo de allí y precipitándose a la carrera por el resbaladizo suelo.
— ¡Es la guardia! Maldita sea, ¡corre! — farfulló con nerviosismo al hombre de piel morena. No les daría tiempo de retroceder antes de que les vieran. "Diablos... ¡diablos!" Señaló hacia una calleja próxima, sumida en una negrura densa. Aceleró la marcha y penetró en la aterciopelada oscuridad, haciéndole una seña al hombre para que fuera a esconderse junto a ella tras unos toneles.
Agazapada como una sombra más, la jovencita contuvo el aliento, sin moverse lo más mínimo. Apenas hacía caso a la humedad que parecía calarle hasta los huesos. Estaba concentrada en los sonidos que podían percibirse, engarzados con la percusión de la lluvia. Y oía pasos... acercándose.
"Joder, no... No quiero volver ahí. No quiero..."
Sus párpados se cerraron con fuerza, haciendo saltar una lágrima de entre las pestañas, cosa que poco le importó entonces. Ya no quedaba lugar para el orgullo, o la vergüenza. Sólo estaba el pánico, la negativa obstinada a regresar al burdel.
No sabía qué pensar de aquel extraño. ¿Sería alguien peligroso? Su comportamiento era diferente al de los otros hombres. Para empezar, en esas mismas circunstancias, cualquiera se habría aprovechado de la oscuridad y su fragilidad para abalanzarse sobre ella. Él no. Él prefería evitar que se le acercara.
La chica alzó la mirada y vio que él estaba pendiente de poder vislumbrar su faz. Inmediatamente, desvió el rostro con un gesto inesperadamente tímido. Notó que se le cerraba el estómago con un mordisco violento. Le hubiera gustado preguntarle qué diablos estaba mirando, pero por alguna razón fue incapaz de abrir la boca durante un buen rato.
La lluvia seguía arremetiendo contra ellos, resonando en las tejas y volviendo resbaladiza la tierra. Ella respiró hondo, intentando despejar la mente, consciente de su propia inquietud. El viento traicionero arrastraba el olor del hombre, inyectándoselo hasta las entrañas. Tembló y se rodeó con ambos brazos los pechos, delicados y redondos, cuya forma la helada lluvia había logrado hacer resaltar bajo la tosca tela que los cubría.
Los comentarios que estaba escuchando le resultaban bastante estúpidos y, sin embargo, se sorprendió contestando, casi con docilidad:
— Sólo un poco. Sobretodo los pies. — Se pasó la lengua por los labios para humedecerlos, bajo el amparo del sombrero de paja, cuyos bordes goteaban el agua resplandeciente que caía. Restregó los talones sobre el barro y se lo quedó mirando, mientras seguía abrazándose a sí misma.— Intentaba volver a casa, pero...
Era absurdo. Estaba escapando de una pesadilla en la que se había sumergido por culpa de un hombre, por decidir confiar en él. No podía permitirse caer en lo mismo. No podía volver a bajar la guardia. Nunca más.
Levantó la cabeza y le atravesó con una repentina mirada cargada de recelo. Si supiera que estaba huyendo, seguramente la llevaría a rastras hasta el burdel o trataría de sacarle provecho a la situación. Cualquiera lo haría.
Entonces percibió algo extraño. Una estela de luz se derramaba por el suelo desde la calle que cruzaba el lugar en el que se encontraban, justo unos metros por delante de su posición. Iba avanzando. "¿Qué...?"
Entonces entendió de qué se trataba. Abrió mucho los ojos, asustada e incrédula. No tenía tiempo para reflexionar si estaban ahí porque cumplían con sus patrullas o los estaban buscando a alguno de los dos. La chica agarró por el antebrazo al joven y lo obligó a seguirla con un tirón enérgico, sacándolo de allí y precipitándose a la carrera por el resbaladizo suelo.
— ¡Es la guardia! Maldita sea, ¡corre! — farfulló con nerviosismo al hombre de piel morena. No les daría tiempo de retroceder antes de que les vieran. "Diablos... ¡diablos!" Señaló hacia una calleja próxima, sumida en una negrura densa. Aceleró la marcha y penetró en la aterciopelada oscuridad, haciéndole una seña al hombre para que fuera a esconderse junto a ella tras unos toneles.
Agazapada como una sombra más, la jovencita contuvo el aliento, sin moverse lo más mínimo. Apenas hacía caso a la humedad que parecía calarle hasta los huesos. Estaba concentrada en los sonidos que podían percibirse, engarzados con la percusión de la lluvia. Y oía pasos... acercándose.
"Joder, no... No quiero volver ahí. No quiero..."
Sus párpados se cerraron con fuerza, haciendo saltar una lágrima de entre las pestañas, cosa que poco le importó entonces. Ya no quedaba lugar para el orgullo, o la vergüenza. Sólo estaba el pánico, la negativa obstinada a regresar al burdel.
Kawasumi Hotaru- Teniente Rei
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Edad : 34
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
La lluvia no parecía cesar nunca. Poco a poco sus ojos se hacían a la oscuridad, y la esbelta figura de aquella chica con prendas de hombre se hacía más patente, grabándose en la pupila de Kato, en contraste la opacidad reinante en la noche.
Bajo el calado sombrero, aquellos reflejos color lima seguían esquivando la mirada del peliblanco. Media mueca que pretendía ser sonrisa, se dibujó en su rostro, ante tal reacción de timidez cuando éste intento buscar su mirada. La joven se rodeó el busto, apretando sus senos, en una vana tentativa de protegerse del frío. O quizá fuera su subconsciente, en un metafórico gesto de protección.
"Los pies", se repitió. "Quizá debiera dejarle mis zapatos", pensó por un instante. La verdad es que el Shihōin no era muy dado a la caballerosidad. Le recordaban en demasía al protocolario mundo de la nobleza shinigami. Sin embargo tampoco dejaba pasar la ocasión de ayudar a alguien, y ya estaba casi completamente convencido de que aquella joven requería más auxilio que temor hacia su persona. Cuando mencionó que iba hacia su casa, Kato pensó en ofrecerle su compañía. Qué menos podía hacer después de casi placarla en su huida, además de que le era moralmente imposible dejar a alguien así, desarmada y desvalida, en mitad de aquel mugriento distrito del Rukongai. Estaba por quitarse su calzado y cedérselo, cuando aquellos ojos, verdes como el pasto joven, al fin se dejaron ver para atravesarlo de lado a lado. Absorto entre sus pensamientos, ya olvidados, y aquella aturdidora mirada, Kato ni se percató en las luces que, tintineantes, se dejaban ver entre las sombras. Sólo su apresurada voz de alarma logró sacarle del ensimismamiento.
— ¿Guardia? Ya... como si aquí hubiera de eso. — bromeó, sin empezar a correr. — Un momento, ¿cómo sabes que es la guardia? — pareció darse cuenta. Aún no se había movido un ápice. — O mejor dicho, ¿por qué huyes de la Guardia? — Ahora si comenzó a seguirla. En un par de zancadas rápidas la alcanzó, pero no iba a dejar la burla por estar a su lado: — Al final me vas a caer bien y todo. — musitó, con un tono tan pueril que difícilmente pudo ser tomado en serio.
Siguió en la oscuridad a la joven, que parecía saber muy bien por donde moverse. Eso o sus instintos eran un gran don para sobrevivir por aquellos lares, porque no tardó ni medio latir de su corazón encontrar una vía de escapa y un improvisado escondite tras unos toneles. Con precaución, miró entre ellos, como buenamente pudo, para identificar a quién y cuántos pertenecían aquellos pasos que chapoteaban calle arriba. La tonta sonrisa que dominaba su rostro se le borró de golpe al ver el brillo de las lágrimas escaparse por la pálida tez de la muchacha. Comprendió entonces que ella debía estar pasándolo peor de lo que pensaba, y no pensaba simplemente esperar y esconderse.
— Anda mira... si son dos gatitos. — susurró, señalando hacia los guardias. — Qué monos, intentan cazar a un ratón. — bromeó, intentando despertar una sonrisa en la joven. — ¿Tengo yo cara de ratón? Tanta como de gato. — se dijo, sonriente, recordando el comentario anterior. — No te muevas, ahora vengo. Las carreras me despejado la confusión del sake de mi mente, y la lluvia ha limpiado la sangre de mis ropas. Y el rojo me sienta muy bien. — volvió a sonreír, esta vez travieso, a la vez que se incorporaba.
Ya de pie, Kato se situó a las espaldas de los dos guardias que, en su torpe búsqueda, ya había sobrepasado el improvisado escondite de la chica. Se acercó un par de pasos y carraspeó.
— ¿Caballeros? — los llamó. — ¿Puedo ayudarles en algo?
— Buscamos a la chica. — gruñó el mayor de ellos. Era bastante ancho de espaldas y tenía el rostro deformado en una horrible cicatriz de quemadura.
— ¿Chica? Yo no veo ninguna chica por aquí... éste del sombrero de paja es sólo un amigo con el que comparto borracheras de vez en cuando. ¿Acaso eso es ilegal? — preguntó, con retintín burlesco.
— Déjate de payasadas. — espetó el otro. Tampoco era mucho más guapo que el primero, pero al menos conservaba mejor la figura.
El gordinflón, al que no parecía llegarle el cerebro para más parlamento, se arrojó hacia él rugiendo con fuerza cuan oso, y con un puño en alto. Kato se movió rápido, aprovechando la enorme masa del Guarda para revertirla en su contra. Tomó su mano y giró, con ayuda de su inercia, en un ángulo imposible. La muñeca crujió, doblándose de dolor. Sin dar tiempo a reaccionar, el peliblanco clavó su rodilla en su abultado estómago.
— He dicho que no hay ninguna chica aquí. — le mintió, agachándose junto a su oído.
Tuvo que soltar la mano del grueso Guarda, pues su compañero, más atlético, había saltado hacia él. "Otro que no sabe ni donde pisa", pensó el Shihōin, viendo el despreocupado arrojo de su adversario. Aprovechó su velocidad, para girar sobre él, y en una acrobática llave, lanzarlo contra el muro, junto a los toneles. Se levantó dolorido, mirando con odio a aquellos dorados ojos, y se volvió, corriendo por donde había venido.
— ¡Guardia, a mí la guardia! — gritaba.
Saltó sobre el grandullón, que se esforzaba por recobrar el aliento tras el profuso golpe del Shihōin. Le tendió una mano a la mojada muchacha, ayudándola a levantarse. Ahora sí dejaba escapar un atisbo de caballerosidad.
— Creo que he empeorado las cosas. — confesó, con gesto torcido. — Será mejor que volvamos a correr.
Con menos prisas ahora, callejearon, siguiendo los instintos del peliblanco. El caso es que aquella zona le sonaba cada vez más, pero seguía viéndose turbia tras el tupido velo del la embriaguez. Tras un último giro, creyéndose a salvo, Kato se apoyó sobre una pared en un oscuro callejón, recuperando el aliento.
— ¿Dónde decías que quedaba tu casa? — preguntó, con una sardónica sonrisa en su boca.
Bajo el calado sombrero, aquellos reflejos color lima seguían esquivando la mirada del peliblanco. Media mueca que pretendía ser sonrisa, se dibujó en su rostro, ante tal reacción de timidez cuando éste intento buscar su mirada. La joven se rodeó el busto, apretando sus senos, en una vana tentativa de protegerse del frío. O quizá fuera su subconsciente, en un metafórico gesto de protección.
"Los pies", se repitió. "Quizá debiera dejarle mis zapatos", pensó por un instante. La verdad es que el Shihōin no era muy dado a la caballerosidad. Le recordaban en demasía al protocolario mundo de la nobleza shinigami. Sin embargo tampoco dejaba pasar la ocasión de ayudar a alguien, y ya estaba casi completamente convencido de que aquella joven requería más auxilio que temor hacia su persona. Cuando mencionó que iba hacia su casa, Kato pensó en ofrecerle su compañía. Qué menos podía hacer después de casi placarla en su huida, además de que le era moralmente imposible dejar a alguien así, desarmada y desvalida, en mitad de aquel mugriento distrito del Rukongai. Estaba por quitarse su calzado y cedérselo, cuando aquellos ojos, verdes como el pasto joven, al fin se dejaron ver para atravesarlo de lado a lado. Absorto entre sus pensamientos, ya olvidados, y aquella aturdidora mirada, Kato ni se percató en las luces que, tintineantes, se dejaban ver entre las sombras. Sólo su apresurada voz de alarma logró sacarle del ensimismamiento.
— ¿Guardia? Ya... como si aquí hubiera de eso. — bromeó, sin empezar a correr. — Un momento, ¿cómo sabes que es la guardia? — pareció darse cuenta. Aún no se había movido un ápice. — O mejor dicho, ¿por qué huyes de la Guardia? — Ahora si comenzó a seguirla. En un par de zancadas rápidas la alcanzó, pero no iba a dejar la burla por estar a su lado: — Al final me vas a caer bien y todo. — musitó, con un tono tan pueril que difícilmente pudo ser tomado en serio.
Siguió en la oscuridad a la joven, que parecía saber muy bien por donde moverse. Eso o sus instintos eran un gran don para sobrevivir por aquellos lares, porque no tardó ni medio latir de su corazón encontrar una vía de escapa y un improvisado escondite tras unos toneles. Con precaución, miró entre ellos, como buenamente pudo, para identificar a quién y cuántos pertenecían aquellos pasos que chapoteaban calle arriba. La tonta sonrisa que dominaba su rostro se le borró de golpe al ver el brillo de las lágrimas escaparse por la pálida tez de la muchacha. Comprendió entonces que ella debía estar pasándolo peor de lo que pensaba, y no pensaba simplemente esperar y esconderse.
— Anda mira... si son dos gatitos. — susurró, señalando hacia los guardias. — Qué monos, intentan cazar a un ratón. — bromeó, intentando despertar una sonrisa en la joven. — ¿Tengo yo cara de ratón? Tanta como de gato. — se dijo, sonriente, recordando el comentario anterior. — No te muevas, ahora vengo. Las carreras me despejado la confusión del sake de mi mente, y la lluvia ha limpiado la sangre de mis ropas. Y el rojo me sienta muy bien. — volvió a sonreír, esta vez travieso, a la vez que se incorporaba.
Ya de pie, Kato se situó a las espaldas de los dos guardias que, en su torpe búsqueda, ya había sobrepasado el improvisado escondite de la chica. Se acercó un par de pasos y carraspeó.
— ¿Caballeros? — los llamó. — ¿Puedo ayudarles en algo?
— Buscamos a la chica. — gruñó el mayor de ellos. Era bastante ancho de espaldas y tenía el rostro deformado en una horrible cicatriz de quemadura.
— ¿Chica? Yo no veo ninguna chica por aquí... éste del sombrero de paja es sólo un amigo con el que comparto borracheras de vez en cuando. ¿Acaso eso es ilegal? — preguntó, con retintín burlesco.
— Déjate de payasadas. — espetó el otro. Tampoco era mucho más guapo que el primero, pero al menos conservaba mejor la figura.
El gordinflón, al que no parecía llegarle el cerebro para más parlamento, se arrojó hacia él rugiendo con fuerza cuan oso, y con un puño en alto. Kato se movió rápido, aprovechando la enorme masa del Guarda para revertirla en su contra. Tomó su mano y giró, con ayuda de su inercia, en un ángulo imposible. La muñeca crujió, doblándose de dolor. Sin dar tiempo a reaccionar, el peliblanco clavó su rodilla en su abultado estómago.
— He dicho que no hay ninguna chica aquí. — le mintió, agachándose junto a su oído.
Tuvo que soltar la mano del grueso Guarda, pues su compañero, más atlético, había saltado hacia él. "Otro que no sabe ni donde pisa", pensó el Shihōin, viendo el despreocupado arrojo de su adversario. Aprovechó su velocidad, para girar sobre él, y en una acrobática llave, lanzarlo contra el muro, junto a los toneles. Se levantó dolorido, mirando con odio a aquellos dorados ojos, y se volvió, corriendo por donde había venido.
— ¡Guardia, a mí la guardia! — gritaba.
Saltó sobre el grandullón, que se esforzaba por recobrar el aliento tras el profuso golpe del Shihōin. Le tendió una mano a la mojada muchacha, ayudándola a levantarse. Ahora sí dejaba escapar un atisbo de caballerosidad.
— Creo que he empeorado las cosas. — confesó, con gesto torcido. — Será mejor que volvamos a correr.
Con menos prisas ahora, callejearon, siguiendo los instintos del peliblanco. El caso es que aquella zona le sonaba cada vez más, pero seguía viéndose turbia tras el tupido velo del la embriaguez. Tras un último giro, creyéndose a salvo, Kato se apoyó sobre una pared en un oscuro callejón, recuperando el aliento.
— ¿Dónde decías que quedaba tu casa? — preguntó, con una sardónica sonrisa en su boca.
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
Un gran charco de agua destelló con la luz difusa de los faroles que portaban los guardias para iluminar las callejuelas. Se quedaron unos instantes parados en mitad del barro, echando una ojeada al callejón, y luego avanzaron por éste con ritmo lento, haciendo sonar el limo bajo sus pies en cada paso. La muchacha estaba temblando de nervios, luchando contra el poderoso deseo de echar a correr en ese instante, correr con todas las fuerzas que le permitieran las piernas para escapar de ahí. El extraño hombre que había caído del cielo se puso a hablarle en voz baja, bromeando, como si la situación no fuera más que un juego para él. La miró por un momento, divertido, y ella ahogó un grito de rabiosa impotencia al verlo ponerse en pie y abandonar el escondite.
Observó su espalda mientras se acercaba a los dos miembros de la guardia y gimoteó, cubriéndose la boca con ambas manos. "Estamos muertos", pensó, horrorizada. "Ellos tienen armas... tienen armas y nos van a cortar la cabeza por culpa de ese imbécil que cayó con la lluvia." Los otros se habían girado y ahora los tres hombres hablaban, aunque no podía oírlos. "Ya está. Ya está... nos matan. Maldito estúpido, maldito... que se le lleven los demonios. Es su culpa. Es..."
Tragó saliva. Estaba preparada para cualquier cosa, para lo peor, pero jamás habría imaginado lo que ocurrió en realidad: El más corpulento de los guardias se abalanzó sobre el joven de tez oscura, dispuesto a descargar toda su furia sobre él. Por un momento, la chica cerró los ojos, y cuando los consiguió abrir de nuevo observó cómo el descomunal lomo del gordo impactaba contra el suelo. Agazapada entre los toneles, se quedó sin aliento en los pulmones. Quería gritar, huir, cualquier cosa, pero aquel espectáculo del que estaba siendo testigo era demasiado asombroso para ella; con desconcertante facilidad, aquel tipo con pintas de vagabundo había reducido a dos hombres armados.
Sólo los gritos de uno de los vencidos reclamando refuerzos logró sacarla de su estupor. Él se había acercado y tenía una mano tendida hacia ella. La tomó y se incorporó, apartándola al instante.
— Tú... ¿Es que acaso te ha afectado la caída al cerebro? ¿¡Qué demonios te pasa!? Joder, ya nos daba por muertos... —ladró, aguantándose las ganas de soltarle una bofetada. Se restregó las manos contra la túnica e inspiró con fuerza.— Maldito pirado...
Aún sin comprender muy bien qué había sucedido, temblorosa pero aliviada, siguió al Desconocido con complejo de Héroe Suicida a través de las oscuras calles del Gesshoku, contemplando, mientras se preguntaba por qué demonios se le había ocurrido la ridícula idea de acercarse a él, la piel tostada y húmeda de su atractivo rostro.
Contra el siseo monótono de la lluvia golpeando los tejados sólo se escuchaba la alterada respiración de ellos dos. Por fin se habían asegurado de que nadie los seguía y habían hecho un alto para descansar, deteniéndose en uno de los tantos callejones del distrito. Al escuchar aquella voz, clara y rica en matices, alzó la barbilla y se encontró con la profunda mirada de iris dorados, el cabello despeinado y la sonrisa que dejaba al descubierto una parte de la dentadura, con un aire travieso.
Por su parte, ella le observó con los ojos entrecerrados y se demoró en responder a su pregunta; todavía se sentía algo molesta por su actuación con la guardia, y además, no sabía si podía fiarse de él.
— Si vas a entrar en mi casa, al menos deberías darme un nombre con el que te pueda llamar— dijo, después de lo cual, alzó la cabeza con aire orgulloso.— Yo soy Shimizu Sayuri. Señorita Sayuri para ti, detalle que harás bien en recordar.
El nombre, obviamente, era falso. El apellido Shimizu, compuesto por los caracteres de "agua" y "pureza", lo había sacado de una antigua historia que mezclaba el capricho de los dioses con la suerte de la gente humilde. En cuanto a Sayuri -pequeño lirio-, siempre le había gustado cómo sonaba. Igualmente, lo pronunció con tal convicción que no daría pie a sospechar que se lo estaba inventando. "No quiero darle mi nombre", razonó. "No se lo daré porque mañana me iré de aquí y olvidaré todo lo que me ha pasado."
— Ya has descansado bastante. Vamos, no queda lejos.
Se dio la vuelta y le hizo un gesto para que la acompañara. No sabía si hacía bien, pero tenía frío, estaba empapada y él había resultado ser un buen luchador, por lo que nadie la molestaría durante el camino. La verdad es que lo envidiaba. Los hombres eran fuertes, podían hacer lo que quisieran sin que nadie les llamase la atención, y además no tenían que soportar que los manejasen como a muñecas de trapo. Si ella hubiese sido un muchacho jamás le habría pasado todo aquello, estaba segura.
Distante de la dinámica del Ukarejo, llegaron a una zona algo apartada, con apenas algunas casas recortándose contra el cielo nocturno. La oscuridad era tal que apenas se distinguía el paisaje. La chica, esperando que él la siguiera, guió sus pasos descalzos hasta una casa de aspecto siniestro, sin ninguna luz que se distinguiera desde su interior, quizá a causa de las horas que eran.
No se detuvo frente a la puerta principal, sino que siguió andando hasta la entrada trasera, ubicada en el jardín. En el estanque, las flores de loto se balanceaban perezosamente sobre el agua erizada por la lluvia, con los pétalos de un blanco azulado apuntando hacia el cielo. Olía a jazmín.
— Espera un momento aquí— indicó a su acompañante, con la voz baja y algo tensa. Cuidadosamente, con la silenciosa experiencia de un ladrón, se adentró en la vivienda por el hueco abierto de las puertas corredizas y se perdió en la oscuridad del interior. No mucho después, la apertura se agrandó y asomó una mano blanca de dedos finos, que invitaba con sus ademanes a que se acercara. Ella lo recibió encendiendo la llama de una de las lámparas de papel, todavía cubierta por aquella túnica que era incapaz de ocultar sus curvas, pero ya sin el sombrero. El ensortijado cabello le caía por los hombros y la espalda, blanco como la nata batida, absorbiendo los reflejos de la lamparilla, que tenía golondrinas de tinta dibujadas en los paneles. Inclinada sobre el utensilio, giró el cuello y le miró, con el verdor de los ojos que parecía luminiscente.— Mi padre no está. Debe haber ido de visita a casa de algún familiar.
El aspecto del lugar iba descubriéndose a medida que Sayuri iba encendiendo algunas lámparas. La decoración era más bien austera, con algún jarrón o tapiz a la vista que no debía valer gran cosa, pero la casa era bastante grande y no se conservaba del todo mal para lo que era aquel mugroso distrito. La chica se había tomado la molestia de poner a quemar incienso para disimular el olor a humedad.
Se quejó del barro y fue a buscar algo con lo que borrar las huellas y limpiarse los pies, que los tenía helados, según decía. También cerró las puertas, no sin escudriñar con previa sospecha las sombras del jardín. Cuando hubo realizado todo aquello, buscó con la mirada al hombre, quedándose de pie en mitad de la sala y sin saber muy bien qué hacer con sus manos.
Pareció dudar un momento, pero finalmente le preguntó:
— ¿Te... vas a quedar?— su voz no había sonado con toda la indiferencia que le hubiera gustado. Se recolocó un rizo tras la oreja e intercambió el peso del cuerpo de un pie a otro, algo inquieta.— Los caminos no son muy seguros a estas horas... hay bandidos, asaltadores, y además está la guardia pululando por ahí. Podrías... darte un baño y quedarte a pasar la noche. A mi padre no le molestará que te de algo de ropa suya y duermas en su habitación— se encogió de hombros porque, obviamente, a ella le importaba un pimiento si acababan pasándolo a cuchillo o abriéndole la cabeza con un garrote. Solamente le ofrecía hospedaje porque le habían enseñado que estaba feo dejar que la gente pasara la noche al raso cuando llovía de aquel modo. Por eso. No por otra cosa.
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Off: "Sayuri" más o menos:
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Observó su espalda mientras se acercaba a los dos miembros de la guardia y gimoteó, cubriéndose la boca con ambas manos. "Estamos muertos", pensó, horrorizada. "Ellos tienen armas... tienen armas y nos van a cortar la cabeza por culpa de ese imbécil que cayó con la lluvia." Los otros se habían girado y ahora los tres hombres hablaban, aunque no podía oírlos. "Ya está. Ya está... nos matan. Maldito estúpido, maldito... que se le lleven los demonios. Es su culpa. Es..."
Tragó saliva. Estaba preparada para cualquier cosa, para lo peor, pero jamás habría imaginado lo que ocurrió en realidad: El más corpulento de los guardias se abalanzó sobre el joven de tez oscura, dispuesto a descargar toda su furia sobre él. Por un momento, la chica cerró los ojos, y cuando los consiguió abrir de nuevo observó cómo el descomunal lomo del gordo impactaba contra el suelo. Agazapada entre los toneles, se quedó sin aliento en los pulmones. Quería gritar, huir, cualquier cosa, pero aquel espectáculo del que estaba siendo testigo era demasiado asombroso para ella; con desconcertante facilidad, aquel tipo con pintas de vagabundo había reducido a dos hombres armados.
Sólo los gritos de uno de los vencidos reclamando refuerzos logró sacarla de su estupor. Él se había acercado y tenía una mano tendida hacia ella. La tomó y se incorporó, apartándola al instante.
— Tú... ¿Es que acaso te ha afectado la caída al cerebro? ¿¡Qué demonios te pasa!? Joder, ya nos daba por muertos... —ladró, aguantándose las ganas de soltarle una bofetada. Se restregó las manos contra la túnica e inspiró con fuerza.— Maldito pirado...
Aún sin comprender muy bien qué había sucedido, temblorosa pero aliviada, siguió al Desconocido con complejo de Héroe Suicida a través de las oscuras calles del Gesshoku, contemplando, mientras se preguntaba por qué demonios se le había ocurrido la ridícula idea de acercarse a él, la piel tostada y húmeda de su atractivo rostro.
Contra el siseo monótono de la lluvia golpeando los tejados sólo se escuchaba la alterada respiración de ellos dos. Por fin se habían asegurado de que nadie los seguía y habían hecho un alto para descansar, deteniéndose en uno de los tantos callejones del distrito. Al escuchar aquella voz, clara y rica en matices, alzó la barbilla y se encontró con la profunda mirada de iris dorados, el cabello despeinado y la sonrisa que dejaba al descubierto una parte de la dentadura, con un aire travieso.
Por su parte, ella le observó con los ojos entrecerrados y se demoró en responder a su pregunta; todavía se sentía algo molesta por su actuación con la guardia, y además, no sabía si podía fiarse de él.
— Si vas a entrar en mi casa, al menos deberías darme un nombre con el que te pueda llamar— dijo, después de lo cual, alzó la cabeza con aire orgulloso.— Yo soy Shimizu Sayuri. Señorita Sayuri para ti, detalle que harás bien en recordar.
El nombre, obviamente, era falso. El apellido Shimizu, compuesto por los caracteres de "agua" y "pureza", lo había sacado de una antigua historia que mezclaba el capricho de los dioses con la suerte de la gente humilde. En cuanto a Sayuri -pequeño lirio-, siempre le había gustado cómo sonaba. Igualmente, lo pronunció con tal convicción que no daría pie a sospechar que se lo estaba inventando. "No quiero darle mi nombre", razonó. "No se lo daré porque mañana me iré de aquí y olvidaré todo lo que me ha pasado."
— Ya has descansado bastante. Vamos, no queda lejos.
Se dio la vuelta y le hizo un gesto para que la acompañara. No sabía si hacía bien, pero tenía frío, estaba empapada y él había resultado ser un buen luchador, por lo que nadie la molestaría durante el camino. La verdad es que lo envidiaba. Los hombres eran fuertes, podían hacer lo que quisieran sin que nadie les llamase la atención, y además no tenían que soportar que los manejasen como a muñecas de trapo. Si ella hubiese sido un muchacho jamás le habría pasado todo aquello, estaba segura.
Distante de la dinámica del Ukarejo, llegaron a una zona algo apartada, con apenas algunas casas recortándose contra el cielo nocturno. La oscuridad era tal que apenas se distinguía el paisaje. La chica, esperando que él la siguiera, guió sus pasos descalzos hasta una casa de aspecto siniestro, sin ninguna luz que se distinguiera desde su interior, quizá a causa de las horas que eran.
No se detuvo frente a la puerta principal, sino que siguió andando hasta la entrada trasera, ubicada en el jardín. En el estanque, las flores de loto se balanceaban perezosamente sobre el agua erizada por la lluvia, con los pétalos de un blanco azulado apuntando hacia el cielo. Olía a jazmín.
— Espera un momento aquí— indicó a su acompañante, con la voz baja y algo tensa. Cuidadosamente, con la silenciosa experiencia de un ladrón, se adentró en la vivienda por el hueco abierto de las puertas corredizas y se perdió en la oscuridad del interior. No mucho después, la apertura se agrandó y asomó una mano blanca de dedos finos, que invitaba con sus ademanes a que se acercara. Ella lo recibió encendiendo la llama de una de las lámparas de papel, todavía cubierta por aquella túnica que era incapaz de ocultar sus curvas, pero ya sin el sombrero. El ensortijado cabello le caía por los hombros y la espalda, blanco como la nata batida, absorbiendo los reflejos de la lamparilla, que tenía golondrinas de tinta dibujadas en los paneles. Inclinada sobre el utensilio, giró el cuello y le miró, con el verdor de los ojos que parecía luminiscente.— Mi padre no está. Debe haber ido de visita a casa de algún familiar.
El aspecto del lugar iba descubriéndose a medida que Sayuri iba encendiendo algunas lámparas. La decoración era más bien austera, con algún jarrón o tapiz a la vista que no debía valer gran cosa, pero la casa era bastante grande y no se conservaba del todo mal para lo que era aquel mugroso distrito. La chica se había tomado la molestia de poner a quemar incienso para disimular el olor a humedad.
Se quejó del barro y fue a buscar algo con lo que borrar las huellas y limpiarse los pies, que los tenía helados, según decía. También cerró las puertas, no sin escudriñar con previa sospecha las sombras del jardín. Cuando hubo realizado todo aquello, buscó con la mirada al hombre, quedándose de pie en mitad de la sala y sin saber muy bien qué hacer con sus manos.
Pareció dudar un momento, pero finalmente le preguntó:
— ¿Te... vas a quedar?— su voz no había sonado con toda la indiferencia que le hubiera gustado. Se recolocó un rizo tras la oreja e intercambió el peso del cuerpo de un pie a otro, algo inquieta.— Los caminos no son muy seguros a estas horas... hay bandidos, asaltadores, y además está la guardia pululando por ahí. Podrías... darte un baño y quedarte a pasar la noche. A mi padre no le molestará que te de algo de ropa suya y duermas en su habitación— se encogió de hombros porque, obviamente, a ella le importaba un pimiento si acababan pasándolo a cuchillo o abriéndole la cabeza con un garrote. Solamente le ofrecía hospedaje porque le habían enseñado que estaba feo dejar que la gente pasara la noche al raso cuando llovía de aquel modo. Por eso. No por otra cosa.
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Kawasumi Hotaru- Teniente Rei
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Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
Antes de la segunda carrera que los pondría a salvo, la pequeña dama con vestiduras de hombre había aceptado su mano para recuperar la verticalidad, pero la apartó en cuanto la obtuvo. "¿Pirado?", se preguntó, algo sorprendido, para sí. No había esperado ni siquiera un 'gracias' por aquello, pues lo había hecho más por pura diversión que por algún complejo de héroe o arrebato de caballerosidad, pero no se le había pasado por la cabeza que aquella joven reaccionaría así.
Durante la huída, la joven seguía con gesto parco, con matices de enojo. Kato no supo muy bien qué añadir, aún sorprendido por la respuesta de ella, así que mantuvo el silencio hasta que se pararon a descansar. Ahora, la mujer de mirada esquiva que minutos atrás casi le insultó por haberla ayudado, no sólo le ofreció su nombre sin más, sino que lo invitaba a entrar a su casa. El shinigami abrió los ojos de par en par, exagerando la mueca. Cada vez entendía menos a aquella joven que antes había tildado de extraña por su situación, sus masculinos ropajes; pero que ahora supo que no sólo su rareza era circunstancial.
— Mi nombre es Mugen, sólo Mugen. — replicó, sonriente.
No era la primera vez que usaba un nombre falso, ni tampoco la primera vez que usaba ese nombre en concreto, así que su respuesta fue rápida y fluida, como si no mintiera. Seguía sin encajar muchos acontecimientos de los últimos minutos, así que no quiso dar su nombre real aún, por falta de confianza. En cuanto a su apellido, no solía usarlo por aquellos lares. Bastaba con mencionar sus orígenes para que la fiesta acabara, bien porque los nobles no gustaban mucho por allí, bien porque alguno tuviera la genial y nada original idea de pedir un rescate por su pellejo. El nombre lo había tomado de una de las miles de historias que los viejos, y a menudo dementes, vagabundos que pululaban por Zaraki, y que narraban las aventuras de un nihilista ronin, que luchaba por placer y con el poco decoro de su instinto salvaje.
— Pero, pero... bah. — Kato iba a contestarle que esperaba allí para que ella descansase, no él, pero ni se molestó en hacerlo. No creía que fuera a servir de mucho y ella, además, ya había salido corriendo, así que él hizo lo propio.
Las calles estrechas y las casuchas agolpadas, poco a poco fueron dando paso a paisajes más rurales, donde la naturaleza aún era reinante. Pocas casas, dispersas, por allí se afincaban, y las que habían eran bajas y austeras. Poco de ello avistaron los ojos dorados de Kato, pues la oscuridad era aún más reinante que de donde habían partido. Siguió a su Lázaro particular, dejándose llevar hasta la silueta de una casa sobria y sumida en las sombras. Le precedía un pequeño estanque de aguas turbulentas a causa de la implacable lluvia que se resistía a remitir. Aquel escueto lugar, sobresalía del resto del lienzo por su singular belleza. Quizá fuera la escasa luz de las estrellas que iluminaban con delicadeza la irregular superficie del agua, o las flores flotantes que aguantaban con estoicismo, bellas, la incesante lluvia, pero aquel pequeño jardín, cuidado al detalle, encogió el corazón del falso Mugen. Trazos como aquel, en el óleo Rukongai donde lo pobre y decadente se esparcía por doquier, seguían maravillando y atrayendo hacia allí al Shihōin cada noche. Algo tan singular ni habría atraído su mirada en el Seireitei, donde la belleza era sinónimo de artificialidad.
Con un ademán de su cabeza, el ficticio Mugen asintió, y esperó en el umbral del edificio, como se le había pedido. Las puertas corredizas se abrieron un trecho más, poco después de que Sayuri desapareciera entre ellas, y al peliblanco se le permitió entrar. Dio un par de pasos, aún sumido en las tinieblas, y volvió a esperar a que la joven arrojara algo de luz al interior de su hogar. La luz de una vela, ahogada por un decorado papel, iluminó sus cabellos, ahora a la vista. La mirada ambarina fue atraída hacia ellos, embrujado por el devenir de los destellos níveos. Pese a estar mojados y enmarañados, sus cabellos se movían con una sutil gracia, y la tenue luz de la lámpara arrojaba sobre ellos una candidez casi mágica.
Por lo que siguió diciendo, y que hizo a Mugen volver a la realidad del presente, no vivía sola y su padre estaría al llegar. "Algo tarde para estar de visitas", pensó. "¿Sabrá él por qué te persigue la Guardia del Distrito?", se preguntó, mientras observaba como Sayuri acababa de iluminar la estancia. El olor a incienso y la repentina preocupación por la higiene de la joven, hizo despertar una tímida sonrisa en la atezada faz del falso Mugen.
Poco le iba a durar, sólo el tiempo que le tomó a Sayuri armar aquella incómoda pregunta. Su voz había intentado sonar distante, pero su lenguaje corporal parecía indicar lo contrario. Se precipitó en excusar su oferta, y en ampliarla con un baño, ropas de su padre y un lugar donde pasar la noche.
— Eres muy amable. — contestó. — Pero creo que no debería pasar la noche aquí. — añadió, observando como Sayuri se encogía de hombros.
Por lo que sabía hasta ahora, quizá esa casa ni fuera suya, quizá había reconocido sus amarillentas pupilas y su tostada tez, y sólo aguardara que Kato cerrase los ojos para amordazarlo y ofrecer un rescate. "Naah", pensó, apartando esas ideas de su mente, "lo dudo mucho".
— Sin embargo, me gustaría quedarme y secarme un poco, así aprovecho para comprobar que, verdaderamente, no nos han seguido hasta aquí. — Se sentía algo culpable por haber inmiscuido a la joven en problemas, por el mero hecho de divertirse un rato, pero tampoco esperaba que su boca fuese a articular aquellas palabras: — Siento haberte metido en problemas, fue un poco irresponsable lo de aquellos guardias. — Y al instante bajó la mirada, incómodo, con la cabeza gacha. El suelo fue el que pareció recordarle algo. — Espera un segundo... a mí no me perseguía la guardia, ojalá fuera así. — Kato temía más a sus perseguidores que a aquellos patanes a los que había vencido sin despeinarse. — Eso quiere decir que iban tras de ti. — Ya había elevado su vista y la miraba con una media sonrisa burlesca. — ¿Por qué te perseguía...? — comenzó a componer su pregunta, pero se detuvo. — Disculpa, olvídalo. Será que lo raro y misterioso me atrae como polilla a la luz, y que se me ocurren mil preguntas que hacerte, pero no creo que sea justo. Tú me has ofrecido tu techo y yo no tengo nada que ofrecerte. — dijo, con voz amable y cálida. — Deja pasar el tiempo suficiente para asegurar que nadie viene a molestarte de nuevo, o hasta que tu padre vuelva, y me iré. — Sonrió de nuevo. — Mientras ve a dormir, si quieres. Estarás cansada tras todo esto.
El primer sorprendido con aquella reacción, tan excesivamente educada, debía ser el mismo Kato. Quizá fuera porque aquella figura, calada hasta los huesos, no correspondía a la del Shihōin, sino a la de Mugen. A Kato le herviría la sangre no poder inquisitar a aquella dama, preguntarle por su huida, sus poco femeninas ropas y demás, pero aquella noche no estaba allí. Frente a la muchacha que ahora había dejado correr sus cabellos, blancos como la nieve, sobre su silueta sinusoide estaba Mugen, y no Kato. Y éste no iba a hacer más que rechazar su generosa oferta, esperar a salvaguardar la tranquilidad de aquella humilde morada, y abandonar ésta para volver a la cruda y húmeda realidad del exterior que tanto agradaba a Mugen. Y disfrutar de aquella sensación, hasta que volviera a su lejano hogar, donde por desgracia, Mugen debía dejar paso a Kato de nuevo.
Durante la huída, la joven seguía con gesto parco, con matices de enojo. Kato no supo muy bien qué añadir, aún sorprendido por la respuesta de ella, así que mantuvo el silencio hasta que se pararon a descansar. Ahora, la mujer de mirada esquiva que minutos atrás casi le insultó por haberla ayudado, no sólo le ofreció su nombre sin más, sino que lo invitaba a entrar a su casa. El shinigami abrió los ojos de par en par, exagerando la mueca. Cada vez entendía menos a aquella joven que antes había tildado de extraña por su situación, sus masculinos ropajes; pero que ahora supo que no sólo su rareza era circunstancial.
— Mi nombre es Mugen, sólo Mugen. — replicó, sonriente.
No era la primera vez que usaba un nombre falso, ni tampoco la primera vez que usaba ese nombre en concreto, así que su respuesta fue rápida y fluida, como si no mintiera. Seguía sin encajar muchos acontecimientos de los últimos minutos, así que no quiso dar su nombre real aún, por falta de confianza. En cuanto a su apellido, no solía usarlo por aquellos lares. Bastaba con mencionar sus orígenes para que la fiesta acabara, bien porque los nobles no gustaban mucho por allí, bien porque alguno tuviera la genial y nada original idea de pedir un rescate por su pellejo. El nombre lo había tomado de una de las miles de historias que los viejos, y a menudo dementes, vagabundos que pululaban por Zaraki, y que narraban las aventuras de un nihilista ronin, que luchaba por placer y con el poco decoro de su instinto salvaje.
— Pero, pero... bah. — Kato iba a contestarle que esperaba allí para que ella descansase, no él, pero ni se molestó en hacerlo. No creía que fuera a servir de mucho y ella, además, ya había salido corriendo, así que él hizo lo propio.
Las calles estrechas y las casuchas agolpadas, poco a poco fueron dando paso a paisajes más rurales, donde la naturaleza aún era reinante. Pocas casas, dispersas, por allí se afincaban, y las que habían eran bajas y austeras. Poco de ello avistaron los ojos dorados de Kato, pues la oscuridad era aún más reinante que de donde habían partido. Siguió a su Lázaro particular, dejándose llevar hasta la silueta de una casa sobria y sumida en las sombras. Le precedía un pequeño estanque de aguas turbulentas a causa de la implacable lluvia que se resistía a remitir. Aquel escueto lugar, sobresalía del resto del lienzo por su singular belleza. Quizá fuera la escasa luz de las estrellas que iluminaban con delicadeza la irregular superficie del agua, o las flores flotantes que aguantaban con estoicismo, bellas, la incesante lluvia, pero aquel pequeño jardín, cuidado al detalle, encogió el corazón del falso Mugen. Trazos como aquel, en el óleo Rukongai donde lo pobre y decadente se esparcía por doquier, seguían maravillando y atrayendo hacia allí al Shihōin cada noche. Algo tan singular ni habría atraído su mirada en el Seireitei, donde la belleza era sinónimo de artificialidad.
Con un ademán de su cabeza, el ficticio Mugen asintió, y esperó en el umbral del edificio, como se le había pedido. Las puertas corredizas se abrieron un trecho más, poco después de que Sayuri desapareciera entre ellas, y al peliblanco se le permitió entrar. Dio un par de pasos, aún sumido en las tinieblas, y volvió a esperar a que la joven arrojara algo de luz al interior de su hogar. La luz de una vela, ahogada por un decorado papel, iluminó sus cabellos, ahora a la vista. La mirada ambarina fue atraída hacia ellos, embrujado por el devenir de los destellos níveos. Pese a estar mojados y enmarañados, sus cabellos se movían con una sutil gracia, y la tenue luz de la lámpara arrojaba sobre ellos una candidez casi mágica.
Por lo que siguió diciendo, y que hizo a Mugen volver a la realidad del presente, no vivía sola y su padre estaría al llegar. "Algo tarde para estar de visitas", pensó. "¿Sabrá él por qué te persigue la Guardia del Distrito?", se preguntó, mientras observaba como Sayuri acababa de iluminar la estancia. El olor a incienso y la repentina preocupación por la higiene de la joven, hizo despertar una tímida sonrisa en la atezada faz del falso Mugen.
Poco le iba a durar, sólo el tiempo que le tomó a Sayuri armar aquella incómoda pregunta. Su voz había intentado sonar distante, pero su lenguaje corporal parecía indicar lo contrario. Se precipitó en excusar su oferta, y en ampliarla con un baño, ropas de su padre y un lugar donde pasar la noche.
— Eres muy amable. — contestó. — Pero creo que no debería pasar la noche aquí. — añadió, observando como Sayuri se encogía de hombros.
Por lo que sabía hasta ahora, quizá esa casa ni fuera suya, quizá había reconocido sus amarillentas pupilas y su tostada tez, y sólo aguardara que Kato cerrase los ojos para amordazarlo y ofrecer un rescate. "Naah", pensó, apartando esas ideas de su mente, "lo dudo mucho".
— Sin embargo, me gustaría quedarme y secarme un poco, así aprovecho para comprobar que, verdaderamente, no nos han seguido hasta aquí. — Se sentía algo culpable por haber inmiscuido a la joven en problemas, por el mero hecho de divertirse un rato, pero tampoco esperaba que su boca fuese a articular aquellas palabras: — Siento haberte metido en problemas, fue un poco irresponsable lo de aquellos guardias. — Y al instante bajó la mirada, incómodo, con la cabeza gacha. El suelo fue el que pareció recordarle algo. — Espera un segundo... a mí no me perseguía la guardia, ojalá fuera así. — Kato temía más a sus perseguidores que a aquellos patanes a los que había vencido sin despeinarse. — Eso quiere decir que iban tras de ti. — Ya había elevado su vista y la miraba con una media sonrisa burlesca. — ¿Por qué te perseguía...? — comenzó a componer su pregunta, pero se detuvo. — Disculpa, olvídalo. Será que lo raro y misterioso me atrae como polilla a la luz, y que se me ocurren mil preguntas que hacerte, pero no creo que sea justo. Tú me has ofrecido tu techo y yo no tengo nada que ofrecerte. — dijo, con voz amable y cálida. — Deja pasar el tiempo suficiente para asegurar que nadie viene a molestarte de nuevo, o hasta que tu padre vuelva, y me iré. — Sonrió de nuevo. — Mientras ve a dormir, si quieres. Estarás cansada tras todo esto.
El primer sorprendido con aquella reacción, tan excesivamente educada, debía ser el mismo Kato. Quizá fuera porque aquella figura, calada hasta los huesos, no correspondía a la del Shihōin, sino a la de Mugen. A Kato le herviría la sangre no poder inquisitar a aquella dama, preguntarle por su huida, sus poco femeninas ropas y demás, pero aquella noche no estaba allí. Frente a la muchacha que ahora había dejado correr sus cabellos, blancos como la nieve, sobre su silueta sinusoide estaba Mugen, y no Kato. Y éste no iba a hacer más que rechazar su generosa oferta, esperar a salvaguardar la tranquilidad de aquella humilde morada, y abandonar ésta para volver a la cruda y húmeda realidad del exterior que tanto agradaba a Mugen. Y disfrutar de aquella sensación, hasta que volviera a su lejano hogar, donde por desgracia, Mugen debía dejar paso a Kato de nuevo.
Última edición por Shihōin Kato el Jue Sep 15, 2011 3:50 am, editado 1 vez
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
La lluvia parecía estar empleándose a fondo. Golpeaba el tejado con dedos de percusionista insistente, rebotaba contra las paredes de madera y se acumulaba entre los desniveles del terreno, arrastrando pequeños objetos a su paso. La noche retumbó con la voz del trueno un par de veces, anunciando que la tormenta cabalgaría el cielo durante unas horas más, como mínimo. El aire del exterior, que olía a verde, a limpio, se colaba por la pequeña ventana del baño, que la chica había dejado abierta. Le gustaba escuchar cómo llovía.
Contempló enfurruñada la austera estancia, deliciosamente iluminada por una luz tenue y anaranjada que había dispuesto cerca de la entrada. Después de frotarse el cuerpo a conciencia para sacarse la mugre se metió en la tina de madera y se sumergió por completo durante unos segundos. El agua que había puesto a calentar y había traído en cubos ahora estaba perfumada con cáscaras de naranja, y le llegaba hasta los hombros al recostarse. La tranquilidad era tal que le tentaba quedarse dormida allí mismo, a pesar de su humor actual.
Había dejado a Mugen en el salón, frente a la mesa baja de té, con una toalla con la que podría secarse y una infusión caliente a mano. Se preguntaba si todavía seguiría allí sentado o ya se habría marchado a meterse en más problemas.
"Mugen... ¿qué clase de nombre estúpido es ese? Pues el nombre de un idiota, claro", pensó, sumergiéndose hasta la nariz y frunciendo el ceño sin darse cuenta. Le había sentado mal que rechazara su invitación de quedarse a pasar ahí la noche. ¿Por qué no querría? En fin, le daba igual. Allá él. De hecho, lo prefería así; no necesitaba la compañía de ningún hombre.
Aunque, en realidad, tampoco le habría costado tanto esfuerzo quedarse... ¿No?
La joven no tardó demasiado en salir de la bañera en medio de una nube de vapor, despidiendo humo su piel perlina, resbalando por su cabello pequeñas gotas de agua aromatizada. Entre el aire cargado de vaho se podía distinguir su espalda húmeda y los movimientos de sus finos brazos al desenredarse el cabello con los dedos. Se secó cuidadosamente y comenzó a prepararse para regresar a la sala en la que quizá permanecía aquel vagabundo de piel morena, invadida por su particular estado de ánimo, que oscilaba entre la expectación y la irritabilidad.
Se presentó en el salón con su yukata de algodón, de color violeta con el obi blanco, algo diferente a lo que solía usar cuando iba a dormir. Quizá, en el fondo, buscaba impresionar aunque fuera un poco a aquel tipo que se había mostrado tan indiferente a su incuestionable encanto.
—Ah... sigues aquí— comentó como con desinterés al detenerse en la puerta. Luego pasó de largo hasta la que conectaba con el jardín, sin mirarle siquiera. Al correr hacia un lado el panel shoji el sonido de la tormenta cobró fuerza dentro de la habitación. Se quedó contemplando la oscura humedad un momento, antes de volver a dirigirle la palabra—. Ha quedado algo de agua, por si cambias de idea... O puedes marcharte cuando te de la gana. Yo no creo que pueda dormir esta noche.
Le dio por pensar que el hombre tal vez había estado recorriendo la casa en su ausencia. De ser así, habría descubierto que habían dos habitaciones además de la del servicio, una de ellas con un evidente toque femenino, y la otra más sobria, pero con un oscuro vestidor que contaba con una cuidada colección de kimonos de hombre. Al parecer, al señor se la casa debía importarle lucir una buena imagen.
Sayuri tomó asiento en el mismo tatami, peinándose el cabello y con la mirada perdida en el jardín, que para ella representaba la única nota alegre de aquella casa. Había pasado muchas mañanas soleadas en él desde que había ido a vivir ahí, y cuando el tiempo lo impedía, se quedaba como ahora, añorándolo desde el interior.
La entristecía un poco saber que mañana tendría que despedirse de él para siempre.
—Oye, querías saber por qué me perseguían esos hombres, ¿verdad?— preguntó a Mugen al cabo de un rato, entretenida en dominar las formas de su cabellera. Le brindó una sonrisa que tenía algo de intrépida al mirarle de soslayo—. Te lo digo si tú me cuentas dónde aprendiste a pelear así.
Contempló enfurruñada la austera estancia, deliciosamente iluminada por una luz tenue y anaranjada que había dispuesto cerca de la entrada. Después de frotarse el cuerpo a conciencia para sacarse la mugre se metió en la tina de madera y se sumergió por completo durante unos segundos. El agua que había puesto a calentar y había traído en cubos ahora estaba perfumada con cáscaras de naranja, y le llegaba hasta los hombros al recostarse. La tranquilidad era tal que le tentaba quedarse dormida allí mismo, a pesar de su humor actual.
Había dejado a Mugen en el salón, frente a la mesa baja de té, con una toalla con la que podría secarse y una infusión caliente a mano. Se preguntaba si todavía seguiría allí sentado o ya se habría marchado a meterse en más problemas.
"Mugen... ¿qué clase de nombre estúpido es ese? Pues el nombre de un idiota, claro", pensó, sumergiéndose hasta la nariz y frunciendo el ceño sin darse cuenta. Le había sentado mal que rechazara su invitación de quedarse a pasar ahí la noche. ¿Por qué no querría? En fin, le daba igual. Allá él. De hecho, lo prefería así; no necesitaba la compañía de ningún hombre.
Aunque, en realidad, tampoco le habría costado tanto esfuerzo quedarse... ¿No?
La joven no tardó demasiado en salir de la bañera en medio de una nube de vapor, despidiendo humo su piel perlina, resbalando por su cabello pequeñas gotas de agua aromatizada. Entre el aire cargado de vaho se podía distinguir su espalda húmeda y los movimientos de sus finos brazos al desenredarse el cabello con los dedos. Se secó cuidadosamente y comenzó a prepararse para regresar a la sala en la que quizá permanecía aquel vagabundo de piel morena, invadida por su particular estado de ánimo, que oscilaba entre la expectación y la irritabilidad.
Se presentó en el salón con su yukata de algodón, de color violeta con el obi blanco, algo diferente a lo que solía usar cuando iba a dormir. Quizá, en el fondo, buscaba impresionar aunque fuera un poco a aquel tipo que se había mostrado tan indiferente a su incuestionable encanto.
—Ah... sigues aquí— comentó como con desinterés al detenerse en la puerta. Luego pasó de largo hasta la que conectaba con el jardín, sin mirarle siquiera. Al correr hacia un lado el panel shoji el sonido de la tormenta cobró fuerza dentro de la habitación. Se quedó contemplando la oscura humedad un momento, antes de volver a dirigirle la palabra—. Ha quedado algo de agua, por si cambias de idea... O puedes marcharte cuando te de la gana. Yo no creo que pueda dormir esta noche.
Le dio por pensar que el hombre tal vez había estado recorriendo la casa en su ausencia. De ser así, habría descubierto que habían dos habitaciones además de la del servicio, una de ellas con un evidente toque femenino, y la otra más sobria, pero con un oscuro vestidor que contaba con una cuidada colección de kimonos de hombre. Al parecer, al señor se la casa debía importarle lucir una buena imagen.
Sayuri tomó asiento en el mismo tatami, peinándose el cabello y con la mirada perdida en el jardín, que para ella representaba la única nota alegre de aquella casa. Había pasado muchas mañanas soleadas en él desde que había ido a vivir ahí, y cuando el tiempo lo impedía, se quedaba como ahora, añorándolo desde el interior.
La entristecía un poco saber que mañana tendría que despedirse de él para siempre.
—Oye, querías saber por qué me perseguían esos hombres, ¿verdad?— preguntó a Mugen al cabo de un rato, entretenida en dominar las formas de su cabellera. Le brindó una sonrisa que tenía algo de intrépida al mirarle de soslayo—. Te lo digo si tú me cuentas dónde aprendiste a pelear así.
Kawasumi Hotaru- Teniente Rei
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Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
Si aquel día, después de caer la noche, alguien se hubiera arrastrado furtivamente hasta aquella pequeña casa, perdida en el Rukongai, junto aquel pequeño estanque de aguas turbulentas a causa de la implacable lluvia que se resistía a remitir; si alguien hubiera mirado a través de los resquicios de las entreabiertas ventanas, habría visto en su interior, a la escasa luz de una lamparilla de aceite, a una muchacha de cabellos aún húmedos. Habría visto también a un hombre desaliñado, con aspecto de vagabundo. Hubiera distinguido como éste observaba a aquella mujer, sin preocuparse en disimular cuán sorprendido estaba del cambio de aspecto de la perlina dama. Habría oído, quizá, como ella fingía sorpresa al encontrarle aún allí, con cierto deje de desidia.
Pero aquello no era posible. Nadie podía verlos. La casa de aquella extraña mujer de pálida tez y pálidos cabellos se encontraba en medio de un cenagal, rodeado por la incesante lluvia que no dejaba de repiquetear sobre el tejado, donde nadie se atrevería a atravesar.
— Te dije que esperaría y eso he hecho. — contestó, con una afable sonrisa.
Observó como pasó a su lado, siguiéndola con la mirada y deleitando a ésta con las femeninas formas que ahora sí se dejaban entrever. La muchacha corrió a un lado el panel y un relámpago quebró el cielo, iluminando la sala. Por un instante, Mugen quedó cegado por el resplandor, dibujándose en sus retinas la perfecta forma de Sayuri, a la que de espaldas observaba. Al girarse y volver junto a él le ofreció un baño, pero el peliblanco lo rechazó con un ademán de su cabeza y ella se sentó en el tatami, con la vista perdida más allá del umbral de su casa.
— No, gracias. No querría molestar. — añadió al gesto. — Sólo me quedaré un rato más, para asegurarme de que estás a salvo. — volvió a repetir.
Sayuri volvió a hablar, ofreciendo un trueque de información. Sin embargo Mugen tardó un tiempo en responder, el lapso de éste que le costó volver a la realidad. Los suaves movimientos con los que ella se peinaba su argéntea melena lo había ensimismado.
— Bueno... eso no tiene mucho misterio, la verdad. — confesó Mugen, frotándose la nuca. Ahora algo más seca, pero aún llena de mugre. — Me he criado en el Rukongai. — Una verdad a medias. — Supongo que habré aprendido un par de trucos a base de recibir más de un palo. — añadió, esbozando una sonrisa.
Revelarse como miembro del Gotei, como shinigami, era toda una aventura por aquellos lares. Y casi siempre de las que acaban mal. Aunque aquella casa, aquellos modales que había mostrado Sayuri y todo el agradecimiento mostrado hacía confiar algo más al vagabundo. Aunque aún no era suficiente para airar su pequeño secreto, sí que pensó que aquella dama merecía algún que otro dato que se ajustara más a la realidad.
— También tuve un gran mentor, aunque no pude disfrutar de su sabiduría por mucho. — añadió, y por un momento la sombra de un triste recuerdo nubló su rostro. — Mi abuelo me instruyó en... ciertas artes marciales. Artes que había aprendido de su abuelo y éste del suyo.
Bajó el rostro tras decir aquello para esforzarse en borrar aquella nostalgia que lo había invadido tan súbitamente. Levantó su cabeza con brío, una vez recuperada la sonrisa, y perdió su mirada de nuevo en aquellos profundos y tan verdes ojos.
— Creo que es tu turno. — dijo, rompiendo el silencio que su tristeza había creado. — Si he de tumbar a un par de matones más, qué menos que saber a quién estoy zurrando, ¿no crees? — añadió, burlón.
Seguía llamando la atención como aquella frágil muchacha andaba, sola y desarmada, tan despreocupadamente por aquel barrio tan peligroso. Seguía despertando su curiosidad el porqué de sus masculinas vestimentas. Pero sobre todo seguía anhelando conocer qué podría haber hecho Sayuri como para despertar tanta hostilidad. Al fin y al cabo no había sido un asalto cualquiera. Ningún ladrón o violador llamaba a la guardia cuando se veía superado. La muchacha que tenía sentada frente a él, a sus pies, habría roto la ley de algún modo, o cabreado a algún pez gordo de la mafia que controlaba aquellos distritos. Mugen deseó, de todo corazón, que aquella muchacha fuera una delincuente, dadas las alternativas.
Pero aquello no era posible. Nadie podía verlos. La casa de aquella extraña mujer de pálida tez y pálidos cabellos se encontraba en medio de un cenagal, rodeado por la incesante lluvia que no dejaba de repiquetear sobre el tejado, donde nadie se atrevería a atravesar.
— Te dije que esperaría y eso he hecho. — contestó, con una afable sonrisa.
Observó como pasó a su lado, siguiéndola con la mirada y deleitando a ésta con las femeninas formas que ahora sí se dejaban entrever. La muchacha corrió a un lado el panel y un relámpago quebró el cielo, iluminando la sala. Por un instante, Mugen quedó cegado por el resplandor, dibujándose en sus retinas la perfecta forma de Sayuri, a la que de espaldas observaba. Al girarse y volver junto a él le ofreció un baño, pero el peliblanco lo rechazó con un ademán de su cabeza y ella se sentó en el tatami, con la vista perdida más allá del umbral de su casa.
— No, gracias. No querría molestar. — añadió al gesto. — Sólo me quedaré un rato más, para asegurarme de que estás a salvo. — volvió a repetir.
Sayuri volvió a hablar, ofreciendo un trueque de información. Sin embargo Mugen tardó un tiempo en responder, el lapso de éste que le costó volver a la realidad. Los suaves movimientos con los que ella se peinaba su argéntea melena lo había ensimismado.
— Bueno... eso no tiene mucho misterio, la verdad. — confesó Mugen, frotándose la nuca. Ahora algo más seca, pero aún llena de mugre. — Me he criado en el Rukongai. — Una verdad a medias. — Supongo que habré aprendido un par de trucos a base de recibir más de un palo. — añadió, esbozando una sonrisa.
Revelarse como miembro del Gotei, como shinigami, era toda una aventura por aquellos lares. Y casi siempre de las que acaban mal. Aunque aquella casa, aquellos modales que había mostrado Sayuri y todo el agradecimiento mostrado hacía confiar algo más al vagabundo. Aunque aún no era suficiente para airar su pequeño secreto, sí que pensó que aquella dama merecía algún que otro dato que se ajustara más a la realidad.
— También tuve un gran mentor, aunque no pude disfrutar de su sabiduría por mucho. — añadió, y por un momento la sombra de un triste recuerdo nubló su rostro. — Mi abuelo me instruyó en... ciertas artes marciales. Artes que había aprendido de su abuelo y éste del suyo.
Bajó el rostro tras decir aquello para esforzarse en borrar aquella nostalgia que lo había invadido tan súbitamente. Levantó su cabeza con brío, una vez recuperada la sonrisa, y perdió su mirada de nuevo en aquellos profundos y tan verdes ojos.
— Creo que es tu turno. — dijo, rompiendo el silencio que su tristeza había creado. — Si he de tumbar a un par de matones más, qué menos que saber a quién estoy zurrando, ¿no crees? — añadió, burlón.
Seguía llamando la atención como aquella frágil muchacha andaba, sola y desarmada, tan despreocupadamente por aquel barrio tan peligroso. Seguía despertando su curiosidad el porqué de sus masculinas vestimentas. Pero sobre todo seguía anhelando conocer qué podría haber hecho Sayuri como para despertar tanta hostilidad. Al fin y al cabo no había sido un asalto cualquiera. Ningún ladrón o violador llamaba a la guardia cuando se veía superado. La muchacha que tenía sentada frente a él, a sus pies, habría roto la ley de algún modo, o cabreado a algún pez gordo de la mafia que controlaba aquellos distritos. Mugen deseó, de todo corazón, que aquella muchacha fuera una delincuente, dadas las alternativas.
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
El débil aplauso de sus alas resonaba contra el papel de arroz, y en la tercera de sus intrépidas piruetas encontró la resistencia de uno de los lechosos paneles, embistiendo contra las aves de tinta negra, congeladas en pleno vuelo. Sayuri se distraía con el aleteo nervioso de una polilla atrapada en la lámpara de papel. La vió lanzarse desesperada hacia la delgada barrera que la separaba del exterior, de la húmeda noche y el aroma a incienso. Su agónica danza proyectaba parpadeantes sombras en las paredes, en sus rostros. Finalmente encontró la muerte en el corazón ardiente de la llama que los alumbraba, crepitando como un pequeño fuego de artificio.
"¿Dónde van las polillas cuando mueren?"
¿Adónde iría ella si llegaban a alcanzarla sus perseguidores?
Contuvo un suspiro y alzó la vista. Los ojos dorados estaban fijándose en ella. La chica sintió un estremecimiento en la sangre, como si súbitamente el fiero impulso de la tormenta le fluyera dentro de las venas. Volvió a enterrar los dientes del peine en la espesa cabellera y tiró hacia abajo, cohibida de pronto. Pero sin desviar la mirada esta vez.
— Ahora entiendo que pudieras vencerles con las manos desnudas. Tu familia... ¿tiene algún dojo o algo así? He escuchado que hay algunos, muy lejos del Gesshoku, y que te enseñan aunque seas pobre, pero no me lo creo. ¿Tú lo sabes, Mugen? ¿Lo has visto?
Guardó silencio al percatarse del cambio de humor que había oscurecido las facciones del hombre. Escudriñó en sus ojos y divisó la sombra teñida de tristeza que se ve en aquellos que echan de menos a alguien. ¿Su propio rostro había conocido alguna vez aquella expresión? No podía recordar si había alguna persona en su vida a la que añorar. Quizás era mejor así.
Mugen alzó entonces la barbilla y le sonrió, relajando el gesto y despertando una cálida efervescencia en el estómago de la joven. Los sonrosados labios de Sayuri también se curvaron, antes de improvisar una mentira.
— Un hombre se encaprichó de mí y le pidió permiso a mi padre para casarse conmigo, pero obviamente no quiso complacer sus deseos. No por dinero, ¿sabes? Él es muy rico. Pero también es sombrío, y sus negocios igualmente lo son. Mi padre no quería emparentarse con él de ninguna manera, y lo mandó muy educadamente a tomar por... — Ensanchó la sonrisa de manera forzada, recordando en el último momento que las señoritas no empleaban esa clase de términos en su delicado lenguaje—. Ah, pero es tan despreciable que no se contentó con una negativa, así que el muy canalla aprovechó que me encontraba sola para secuestrarme y llevarme con él. Me cubrió de seda, de joyas... había contratado a unos músicos de gran reputación para la boda. Pero yo le detestaba profundamente... así que rompí un jarrón en su cabeza y escapé con la ayuda de una criada, por la puerta de servicio.
Sí, esa era una historia que le convenía más, mucho más que admitir que la habían estado explotando en un burdel. Antes prefería atragantarse con su propia lengua que contar algo así, algo que despertaría un desprecio o una lástima que para nada quería.
—Y esos... piojosos que me seguían... — torció el gesto con aversión y dejó el nacarado peine sobre la mesa cuando terminó de cepillar su largo cabello—. Como te dije, sus asuntos deben ser muy turbios. Seguro que los compró, como pensaba que podría comprarme a mí. ¡Já! Se tienen bien merecido que les dieras esa paliza. Sinvergüenzas. Hijos de mala madre...
Enderezó la espalda hasta dejarla recta y elevó el mentón en actitud desdeñosa, con los puños como porcelana apretándose sobre su regazo, con aires de damisela ofendida.
Lo cierto era que no se cotentaba con el castigo que habían recibido ese par. De no haberle sorprendido tanto el espectáculo que había ofrecido Mugen con sus habilidades, de haber tenido algo más de tiempo y un cuchillo a mano, quizás, y sólo quizás...
—No sé lo que haré si vuelven cuando tú ya no estés aquí. Si supiera defenderme sola... Porque mi padre es viejo, ¿sabes? Le podrían hacer daño y eso me preocupa. No quiero que le pase nada por mi culpa, pero tampoco veo justo que un infeliz me obligue a ser su esposa. Yo podría... no sé... — lanzó un suspiro y se apartó un rizo del rostro para colocárselo detrás de la oreja. Eso sí era verdad. Sabía que tenía muy pocas posibilidades si lograban dar con ella. Miró al hombre y una chispa se encendió en su cabeza—. Mugen... ¿y si nos vamos juntos?
Antes de escuchar su respuesta o ver siquiera su reacción, la chica se puso rápidamente en pie y abandonó la sala con pasitos apresurados. Al volver, traía consigo dos cosas: un pequeño saco que bien cabía en su mano y un estuche. Sayuri los dejó en la mesa, ante él, tras apartar bruscamente la taza de té que le había ofrecido, y se arrodilló a su lado.
—¡Puedes ser mi escolta! Te pagaré, claro. Vendiendo esto habrá suficiente. Solamente acompáñame hasta que esté lo suficientemente lejos como para que no puedan encontrarme, luego me las apañaré sola. ¿Qué dices, Mugen?— extendió una mano hacia el brazo de él y la cerró sobre su muñeca, abordándole con sus ojos del color del pasto tierno, ahora llenos de entusiasmo—. ¿Lo harás?
"¿Dónde van las polillas cuando mueren?"
¿Adónde iría ella si llegaban a alcanzarla sus perseguidores?
Contuvo un suspiro y alzó la vista. Los ojos dorados estaban fijándose en ella. La chica sintió un estremecimiento en la sangre, como si súbitamente el fiero impulso de la tormenta le fluyera dentro de las venas. Volvió a enterrar los dientes del peine en la espesa cabellera y tiró hacia abajo, cohibida de pronto. Pero sin desviar la mirada esta vez.
— Ahora entiendo que pudieras vencerles con las manos desnudas. Tu familia... ¿tiene algún dojo o algo así? He escuchado que hay algunos, muy lejos del Gesshoku, y que te enseñan aunque seas pobre, pero no me lo creo. ¿Tú lo sabes, Mugen? ¿Lo has visto?
Guardó silencio al percatarse del cambio de humor que había oscurecido las facciones del hombre. Escudriñó en sus ojos y divisó la sombra teñida de tristeza que se ve en aquellos que echan de menos a alguien. ¿Su propio rostro había conocido alguna vez aquella expresión? No podía recordar si había alguna persona en su vida a la que añorar. Quizás era mejor así.
Mugen alzó entonces la barbilla y le sonrió, relajando el gesto y despertando una cálida efervescencia en el estómago de la joven. Los sonrosados labios de Sayuri también se curvaron, antes de improvisar una mentira.
— Un hombre se encaprichó de mí y le pidió permiso a mi padre para casarse conmigo, pero obviamente no quiso complacer sus deseos. No por dinero, ¿sabes? Él es muy rico. Pero también es sombrío, y sus negocios igualmente lo son. Mi padre no quería emparentarse con él de ninguna manera, y lo mandó muy educadamente a tomar por... — Ensanchó la sonrisa de manera forzada, recordando en el último momento que las señoritas no empleaban esa clase de términos en su delicado lenguaje—. Ah, pero es tan despreciable que no se contentó con una negativa, así que el muy canalla aprovechó que me encontraba sola para secuestrarme y llevarme con él. Me cubrió de seda, de joyas... había contratado a unos músicos de gran reputación para la boda. Pero yo le detestaba profundamente... así que rompí un jarrón en su cabeza y escapé con la ayuda de una criada, por la puerta de servicio.
Sí, esa era una historia que le convenía más, mucho más que admitir que la habían estado explotando en un burdel. Antes prefería atragantarse con su propia lengua que contar algo así, algo que despertaría un desprecio o una lástima que para nada quería.
—Y esos... piojosos que me seguían... — torció el gesto con aversión y dejó el nacarado peine sobre la mesa cuando terminó de cepillar su largo cabello—. Como te dije, sus asuntos deben ser muy turbios. Seguro que los compró, como pensaba que podría comprarme a mí. ¡Já! Se tienen bien merecido que les dieras esa paliza. Sinvergüenzas. Hijos de mala madre...
Enderezó la espalda hasta dejarla recta y elevó el mentón en actitud desdeñosa, con los puños como porcelana apretándose sobre su regazo, con aires de damisela ofendida.
Lo cierto era que no se cotentaba con el castigo que habían recibido ese par. De no haberle sorprendido tanto el espectáculo que había ofrecido Mugen con sus habilidades, de haber tenido algo más de tiempo y un cuchillo a mano, quizás, y sólo quizás...
—No sé lo que haré si vuelven cuando tú ya no estés aquí. Si supiera defenderme sola... Porque mi padre es viejo, ¿sabes? Le podrían hacer daño y eso me preocupa. No quiero que le pase nada por mi culpa, pero tampoco veo justo que un infeliz me obligue a ser su esposa. Yo podría... no sé... — lanzó un suspiro y se apartó un rizo del rostro para colocárselo detrás de la oreja. Eso sí era verdad. Sabía que tenía muy pocas posibilidades si lograban dar con ella. Miró al hombre y una chispa se encendió en su cabeza—. Mugen... ¿y si nos vamos juntos?
Antes de escuchar su respuesta o ver siquiera su reacción, la chica se puso rápidamente en pie y abandonó la sala con pasitos apresurados. Al volver, traía consigo dos cosas: un pequeño saco que bien cabía en su mano y un estuche. Sayuri los dejó en la mesa, ante él, tras apartar bruscamente la taza de té que le había ofrecido, y se arrodilló a su lado.
—¡Puedes ser mi escolta! Te pagaré, claro. Vendiendo esto habrá suficiente. Solamente acompáñame hasta que esté lo suficientemente lejos como para que no puedan encontrarme, luego me las apañaré sola. ¿Qué dices, Mugen?— extendió una mano hacia el brazo de él y la cerró sobre su muñeca, abordándole con sus ojos del color del pasto tierno, ahora llenos de entusiasmo—. ¿Lo harás?
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Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
El chasquido que anunciaba el fin de aquella efímera vida no supuso suficiente distracción. Sus melosos ojos seguían fijos en la figura de la joven, buscando su mirada que al fin encontró. Esta vez ella también le respondió, clavando sus pupilas en las de él mientras seguía desenredando su sedosos cabellos. Parecía que algo de rubor se dibujaba en sus finas y claras mejillas, pero Mugen no podía estar seguro bajo aquella tenue luz.
Ella mencionó la lucha de hacía un rato y él, al oír hablar de ellas, agachó la mirada, pensativo, observando sus "manos desnudas". Se estaba tornando demasiado difícil permanecer impasible antes las preguntas de ella, sobre todo cuando sus insinuaciones apuntaban tan bajo de la realidad. A Mugen le estaba resultando aquello casi cómico; tras cualquier comentario así podría dejar escapar una sonrisa o risa incontrolada, se temía. Aún mostraba un serio rostro, fruto de sus nostálgicos recuerdos, pero se forzó a sonreír y elevar la mirada:
— Mi familia no tiene ningún dojo, sólo he aprendido un par de trucos a cambio de un centenar de moratones, pero en la calle. — mintió, a medias, con una sonrisa traviesa en su rostro. — Y no sé si hay algún dojo donde te enseñen siendo pobre en el Rukongai, pero sí se de uno en el Seireitei. — ahora su rostro se tornó enigmático, aunque un tanto exagerado, intentando aumentar la expectación más de lo debido. — En la Academia de Shinigamis aceptan a cualquiera, o eso dicen. — concluyó, con tono inocente, como si hablara en base a rumores.
Sayuri le regaló una sonrisa y él sólo supo responder, tontamente, con otra. Ella no tardó en romper el silencio, hecho que Mugen hubiera agradecido de no quedar perplejo por tan aturdidora historia.
— Como debe ser. — apuntó Mugen, en una breve pausa de la historia de Sayuri, cuando esta sonreía por lo que estuvo a punto de decir. Había permanecido expectante, asintiendo cada cierto tiempo, pero cuando oyó que aquel rufián no se había dado por vencido sino que había ido a secuestrarla, sus ojos se abrieron exageradamente, entreabriendo con ellos la boca, sin saber muy bien qué decir. — Increíble, en serio... — apuntó, saliendo de su letárgico asombro. — Cuando te descubrí huyendo de los guardias había pensado en cualquier posibilidad salvo en ésta, la verdad. — reconoció.
Lo último no asombró tanto a Mugen. Teniendo en cuenta la información anterior, era casi de esperar que un pez gordo del crimen del Rukongai tuviera a sus servicios a la guardia que debería estar dándole caza. La verdad es que, a veces, era vergonzoso como el Seiteirei y sus responsables cuidaban la seguridad de los barrios más pobres. Mugen entendía que su interminable lucha contra los Hollows les tomara tiempo y recursos, pero la corrupción debía ser erradicada. Al fin y al cabo, si no tomaban medidas por el bien del pueblo llano, tarde o temprano tendrían que tomarlas por su propio bienestar. Un levantamiento del Rukongai podría ser un caos que incluso a un ejército de shinigamis les costaría aplacar.
Los lamentos de Sayuri volvieron a traerlo de nuevo a la realidad. Si bien era cierto que la seguridad de la joven seguía en entredicho, ¿qué más podría él hacer? Tenía su propia vida y, para ser sinceros, la acababa de conocer, no tenía ninguna implicación moral para con ella. Al menos así debería ser, para una mente fría y coherente, pero la de Mugen distaba de ser así, en aquel entonces, en el apogeo de su impulsiva juventud.
Siguió el gesto de la mano de ella al recogerse el rebelde y níveo rizo, casi embobado con aquel pequeño detalle. Tanto así que no se vio venir tremendo golpe en forma de tan efusiva proposición. "Está loca", se dijo de primeras. Pero antes de que su rostro reflejase tal pensamiento, la muchacha se esfumó.
— "¿A qué se habrá referido con 'juntos'? Quizá ha pensado... que..." — divagó, pensado que quizá ella había malinterpretado su generosidad y ayuda.
No sería arrogante por su parte reconocer que no pocas doncellas habían cedido ante sus encantos, ya fueran naturales o los que se derivaban de su elevada posición social. Pero por mucha experiencia que tuviera en el trato con las más diversas y pintorescas damas que había conocido, en aquel momento, ante a aquellos faros esmeraldas que tintineaban aún en su mente, pese a que no estuvieran ya frente a sus ojos, se había quedado entera y completamente sin palabras. Tomó un poco de té, para ver si eso hacía reaccionar a su mente, pero su garganta había adquirido la misma rigidez que ésta, y se negaba a ceder el paso a nada. Tragó con dificultad forzada, viendo que Sayuri volvía de nuevo frente a él, portando dos objetos, un pequeño saco y un estuche. Los dejó frente a él y apartó el casi intacto té. No parecía haber entrado en razón, no, más bien al contrario. Ella seguía con aquella espontánea y loca idea en mente. Le ofreció contratar sus servicios como una especie de guardaespaldas a cambio de lo que sacara por vender lo que había depositado sobre la mesilla. Esto lo calmó algo, al menos al descubrir que aquel "juntos" no implicaban ninguna locura, del tipo fuga romántica. Aquello habría sido, en efecto, de una precocidad aturdidora. Aunque su proposición no lo era mucho menos. Se conocieron sólo un rato atrás y ya ella depositaba su confianza en un total extraño. Mugen no sabía muy bien como reaccionar ante tanta confianza prematura.
De nuevo, otro gesto de Sayuri, trajo de vuelta a la realidad al joven. Esta vez había sido su mano, que asió su mano, intentando sensibilizar a Mugen. Clavó su rasgada y verdosa mirada de nuevo en él, pero ahora fue el joven quién la desvió. Con su mano libre, buscó la muñeca de ella e imitó el gesto de Sayuri. La suavidad de su argéntea tez le erizó el vello tras la nuca y, como si se dejara vencer por algún extraño embrujo, sucumbió a aquella locura.
— Será para mí un placer. — contestó al fin, acariciando aún su muñeca, pero devolviendo la mirada a sus enternecedores ojos. Algo parecía encenderse en el interior de Mugen, algo que hacía tiempo que no lo hacía. — Y podrás usar el dinero para comenzar de nuevo, no tienes que pagarme por nada. — añadió. — Deja un poco también para invitarme a un buen sake cuando todo esto haya acabado y estaremos en paz. — terminó por decir, ampliando su sonrisa más aún, sin dejar de mirar a esos ojos que tanto lo llenaban de paz como de agitación.
La noche había acabado derivando en unos derroteros que había escapado de las más imaginativas cábalas de Mugen. La extraña sensación que nacía en él parecía guiarle en aquella noche que se tornaba más y más mística. La luz del farolillo parecía aún más tenue junto a aquellos bellos ojos que miraban al joven cargados de entusiasmo. Y el regocijo de Mugen era igual de vivaz sabiendo que él contribuía a aquel tintineo de la mirada de Sayuri. Podría resultar estúpido, pero no podía imaginar nada por lo que querría cambiar aquel preciso instante frente a ella. A partir de entonces se olvidó de la razón y eligió que, de ahí hasta que esa extraña aventura acabase, dejaría de meditar cada paso a dar y se dejaría llevar por aquella incipiente sensación que tanto le comenzaba a embriagar.
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[OFF] Intenté ir a dormir, pero no había manera sin acabarlo. Ha quedado un poco largo, perdón. Espero que no haya mucha morralla y que te guste. ¡Feliz Navidad!
Ella mencionó la lucha de hacía un rato y él, al oír hablar de ellas, agachó la mirada, pensativo, observando sus "manos desnudas". Se estaba tornando demasiado difícil permanecer impasible antes las preguntas de ella, sobre todo cuando sus insinuaciones apuntaban tan bajo de la realidad. A Mugen le estaba resultando aquello casi cómico; tras cualquier comentario así podría dejar escapar una sonrisa o risa incontrolada, se temía. Aún mostraba un serio rostro, fruto de sus nostálgicos recuerdos, pero se forzó a sonreír y elevar la mirada:
— Mi familia no tiene ningún dojo, sólo he aprendido un par de trucos a cambio de un centenar de moratones, pero en la calle. — mintió, a medias, con una sonrisa traviesa en su rostro. — Y no sé si hay algún dojo donde te enseñen siendo pobre en el Rukongai, pero sí se de uno en el Seireitei. — ahora su rostro se tornó enigmático, aunque un tanto exagerado, intentando aumentar la expectación más de lo debido. — En la Academia de Shinigamis aceptan a cualquiera, o eso dicen. — concluyó, con tono inocente, como si hablara en base a rumores.
Sayuri le regaló una sonrisa y él sólo supo responder, tontamente, con otra. Ella no tardó en romper el silencio, hecho que Mugen hubiera agradecido de no quedar perplejo por tan aturdidora historia.
— Como debe ser. — apuntó Mugen, en una breve pausa de la historia de Sayuri, cuando esta sonreía por lo que estuvo a punto de decir. Había permanecido expectante, asintiendo cada cierto tiempo, pero cuando oyó que aquel rufián no se había dado por vencido sino que había ido a secuestrarla, sus ojos se abrieron exageradamente, entreabriendo con ellos la boca, sin saber muy bien qué decir. — Increíble, en serio... — apuntó, saliendo de su letárgico asombro. — Cuando te descubrí huyendo de los guardias había pensado en cualquier posibilidad salvo en ésta, la verdad. — reconoció.
Lo último no asombró tanto a Mugen. Teniendo en cuenta la información anterior, era casi de esperar que un pez gordo del crimen del Rukongai tuviera a sus servicios a la guardia que debería estar dándole caza. La verdad es que, a veces, era vergonzoso como el Seiteirei y sus responsables cuidaban la seguridad de los barrios más pobres. Mugen entendía que su interminable lucha contra los Hollows les tomara tiempo y recursos, pero la corrupción debía ser erradicada. Al fin y al cabo, si no tomaban medidas por el bien del pueblo llano, tarde o temprano tendrían que tomarlas por su propio bienestar. Un levantamiento del Rukongai podría ser un caos que incluso a un ejército de shinigamis les costaría aplacar.
Los lamentos de Sayuri volvieron a traerlo de nuevo a la realidad. Si bien era cierto que la seguridad de la joven seguía en entredicho, ¿qué más podría él hacer? Tenía su propia vida y, para ser sinceros, la acababa de conocer, no tenía ninguna implicación moral para con ella. Al menos así debería ser, para una mente fría y coherente, pero la de Mugen distaba de ser así, en aquel entonces, en el apogeo de su impulsiva juventud.
Siguió el gesto de la mano de ella al recogerse el rebelde y níveo rizo, casi embobado con aquel pequeño detalle. Tanto así que no se vio venir tremendo golpe en forma de tan efusiva proposición. "Está loca", se dijo de primeras. Pero antes de que su rostro reflejase tal pensamiento, la muchacha se esfumó.
— "¿A qué se habrá referido con 'juntos'? Quizá ha pensado... que..." — divagó, pensado que quizá ella había malinterpretado su generosidad y ayuda.
No sería arrogante por su parte reconocer que no pocas doncellas habían cedido ante sus encantos, ya fueran naturales o los que se derivaban de su elevada posición social. Pero por mucha experiencia que tuviera en el trato con las más diversas y pintorescas damas que había conocido, en aquel momento, ante a aquellos faros esmeraldas que tintineaban aún en su mente, pese a que no estuvieran ya frente a sus ojos, se había quedado entera y completamente sin palabras. Tomó un poco de té, para ver si eso hacía reaccionar a su mente, pero su garganta había adquirido la misma rigidez que ésta, y se negaba a ceder el paso a nada. Tragó con dificultad forzada, viendo que Sayuri volvía de nuevo frente a él, portando dos objetos, un pequeño saco y un estuche. Los dejó frente a él y apartó el casi intacto té. No parecía haber entrado en razón, no, más bien al contrario. Ella seguía con aquella espontánea y loca idea en mente. Le ofreció contratar sus servicios como una especie de guardaespaldas a cambio de lo que sacara por vender lo que había depositado sobre la mesilla. Esto lo calmó algo, al menos al descubrir que aquel "juntos" no implicaban ninguna locura, del tipo fuga romántica. Aquello habría sido, en efecto, de una precocidad aturdidora. Aunque su proposición no lo era mucho menos. Se conocieron sólo un rato atrás y ya ella depositaba su confianza en un total extraño. Mugen no sabía muy bien como reaccionar ante tanta confianza prematura.
De nuevo, otro gesto de Sayuri, trajo de vuelta a la realidad al joven. Esta vez había sido su mano, que asió su mano, intentando sensibilizar a Mugen. Clavó su rasgada y verdosa mirada de nuevo en él, pero ahora fue el joven quién la desvió. Con su mano libre, buscó la muñeca de ella e imitó el gesto de Sayuri. La suavidad de su argéntea tez le erizó el vello tras la nuca y, como si se dejara vencer por algún extraño embrujo, sucumbió a aquella locura.
— Será para mí un placer. — contestó al fin, acariciando aún su muñeca, pero devolviendo la mirada a sus enternecedores ojos. Algo parecía encenderse en el interior de Mugen, algo que hacía tiempo que no lo hacía. — Y podrás usar el dinero para comenzar de nuevo, no tienes que pagarme por nada. — añadió. — Deja un poco también para invitarme a un buen sake cuando todo esto haya acabado y estaremos en paz. — terminó por decir, ampliando su sonrisa más aún, sin dejar de mirar a esos ojos que tanto lo llenaban de paz como de agitación.
La noche había acabado derivando en unos derroteros que había escapado de las más imaginativas cábalas de Mugen. La extraña sensación que nacía en él parecía guiarle en aquella noche que se tornaba más y más mística. La luz del farolillo parecía aún más tenue junto a aquellos bellos ojos que miraban al joven cargados de entusiasmo. Y el regocijo de Mugen era igual de vivaz sabiendo que él contribuía a aquel tintineo de la mirada de Sayuri. Podría resultar estúpido, pero no podía imaginar nada por lo que querría cambiar aquel preciso instante frente a ella. A partir de entonces se olvidó de la razón y eligió que, de ahí hasta que esa extraña aventura acabase, dejaría de meditar cada paso a dar y se dejaría llevar por aquella incipiente sensación que tanto le comenzaba a embriagar.
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[OFF] Intenté ir a dormir, pero no había manera sin acabarlo. Ha quedado un poco largo, perdón. Espero que no haya mucha morralla y que te guste. ¡Feliz Navidad!
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
Las luces del distrito brillaban muy a lo lejos, envueltas en una confusa neblina, y se divisaban vagamente árboles, tejados y caminos embarrados que serpenteaban y se perdían. Es lo que podía apreciar la mirada al dejarla vagar por el extraño mundo que desdibujaba la lluvia al otro lado de la puerta que daba al jardín. A Sayuri normalmente le gustaba distraer la vista en el paisaje, sin detenerla en algo preciso, fantaseando con viajes y aventuras que pudieran aportarle más emoción a su vida. Esa noche, sin embargo, todo su entusiasmo era requerido en el interior de la casa.
No es que fuera una delicia de lugar. Era bastante oscuro y no había más muebles que la mesa baja y alargada en la que ardía la lámpara para iluminar la habitación, un par de repisas, cojines y el altar en el que se consumía el incienso. Los pergaminos y tapices desvaídos colgaban de las paredes que tenían humedades, y poco más.
Quizás su renovado interés por la estancia se debía a la curiosa visita que había traído.
Mugen, que a simple vista daba la impresión de ser alguien con quien había que andarse con cuidado, estaba resultando ser toda una sorpresa. Su aspecto forastero inspiraba desconfianza, pero la chica tenía el presentimiento de que era una buena persona. A pesar de saber luchar se limitó a reducir a dos hombres que perfectamente le habrían pasado a cuchillo, y por si eso no fuera poco, estaba ayudándola a ella, una desconocida que se topó en una situación bien extraña, rechazando además cualquier recompensa que pudiera darle. No era nada habitual cruzarse con gente así, y bien sabía que cuantas más virtudes parecía tener alguien del Gesshoku, más dudosa era su bondad. No debería confiarse tanto como lo estaba haciendo.
El hombre con apariencia de vagabundo escurrió los dedos por su muñeca, respondiendo al gesto que había ejecutado ella con anterioridad. La caricia dulce le despertó un estremecimiento cálido en alguna parte, y tragó saliva. Esto era lo que no entendía. Estas reacciones en sí misma. No podía comprenderlo a la luz de las circunstancias que les habían unido.
"¿Qué haces? Ándate con ojo, estúpida. Maldita sea... ¿Por qué tiene que sonreír de ese modo? ¿Y por qué diablos lo hago yo?"
Apartó su mano intentando no resultar brusca y la dejó sobre la mesa, cerca de los objetos que había traído. Quizá su rostro desveló por un momento la turbación que sentía.
— Gracias. Muchas gracias, Mugen.
No habría necesitado mirarse en un espejo para darse cuenta de que tenía el rostro encendido. De los recuerdos que conservaba, apenas había tenido nada que agradecerle a nadie en su vida, y ahora, además de tener motivos de sobra, lo hacía de forma sincera. Se daba perfecta cuenta de la suerte que había tenido de toparse con él aquella noche.
"Ojalá no sea algo de lo que tenga que arrepentirme."
Un recuerdo amargo le pisoteó el estómago y le apretó la garganta. No soportaba nada bien las traiciones. Pero esta vez no tenía porqué repetirse. En esta ocasión podían salirle las cosas bien. Le iban a salir bien.
Se puso en pie y le miró desde arriba, sintiéndose, de pronto, un poco ridícula con todo aquello.
— ¿Prefieres pasar la noche aquí y que partamos al amanecer o esperamos despiertos por si cesa la lluvia?
Era extraño. Su plan antes de encontrarle -si es que tenía alguno en realidad- se limitaba a llevarse lo poco de valor que pudiera vender y marcharse en cuanto antes, le cayera el cielo sobre la cabeza o no.
Desconocía si se debía a que se sabía segura mientras estuviera él, pero si era sincera, aunque fuera consigo misma, debía reconocer que ahora no sentía el mismo apremio por irse, interrumpiendo aquel inusual -pero agradable- momento en esa aislada casa que ya no le parecía tan oscura y siniestra.
_____________
Off: Perdona la tardanza ^^u A ver si puedo escribir al menos una vez por semana. ¡Feliz año! ^^
No es que fuera una delicia de lugar. Era bastante oscuro y no había más muebles que la mesa baja y alargada en la que ardía la lámpara para iluminar la habitación, un par de repisas, cojines y el altar en el que se consumía el incienso. Los pergaminos y tapices desvaídos colgaban de las paredes que tenían humedades, y poco más.
Quizás su renovado interés por la estancia se debía a la curiosa visita que había traído.
Mugen, que a simple vista daba la impresión de ser alguien con quien había que andarse con cuidado, estaba resultando ser toda una sorpresa. Su aspecto forastero inspiraba desconfianza, pero la chica tenía el presentimiento de que era una buena persona. A pesar de saber luchar se limitó a reducir a dos hombres que perfectamente le habrían pasado a cuchillo, y por si eso no fuera poco, estaba ayudándola a ella, una desconocida que se topó en una situación bien extraña, rechazando además cualquier recompensa que pudiera darle. No era nada habitual cruzarse con gente así, y bien sabía que cuantas más virtudes parecía tener alguien del Gesshoku, más dudosa era su bondad. No debería confiarse tanto como lo estaba haciendo.
El hombre con apariencia de vagabundo escurrió los dedos por su muñeca, respondiendo al gesto que había ejecutado ella con anterioridad. La caricia dulce le despertó un estremecimiento cálido en alguna parte, y tragó saliva. Esto era lo que no entendía. Estas reacciones en sí misma. No podía comprenderlo a la luz de las circunstancias que les habían unido.
"¿Qué haces? Ándate con ojo, estúpida. Maldita sea... ¿Por qué tiene que sonreír de ese modo? ¿Y por qué diablos lo hago yo?"
Apartó su mano intentando no resultar brusca y la dejó sobre la mesa, cerca de los objetos que había traído. Quizá su rostro desveló por un momento la turbación que sentía.
— Gracias. Muchas gracias, Mugen.
No habría necesitado mirarse en un espejo para darse cuenta de que tenía el rostro encendido. De los recuerdos que conservaba, apenas había tenido nada que agradecerle a nadie en su vida, y ahora, además de tener motivos de sobra, lo hacía de forma sincera. Se daba perfecta cuenta de la suerte que había tenido de toparse con él aquella noche.
"Ojalá no sea algo de lo que tenga que arrepentirme."
Un recuerdo amargo le pisoteó el estómago y le apretó la garganta. No soportaba nada bien las traiciones. Pero esta vez no tenía porqué repetirse. En esta ocasión podían salirle las cosas bien. Le iban a salir bien.
Se puso en pie y le miró desde arriba, sintiéndose, de pronto, un poco ridícula con todo aquello.
— ¿Prefieres pasar la noche aquí y que partamos al amanecer o esperamos despiertos por si cesa la lluvia?
Era extraño. Su plan antes de encontrarle -si es que tenía alguno en realidad- se limitaba a llevarse lo poco de valor que pudiera vender y marcharse en cuanto antes, le cayera el cielo sobre la cabeza o no.
Desconocía si se debía a que se sabía segura mientras estuviera él, pero si era sincera, aunque fuera consigo misma, debía reconocer que ahora no sentía el mismo apremio por irse, interrumpiendo aquel inusual -pero agradable- momento en esa aislada casa que ya no le parecía tan oscura y siniestra.
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Off: Perdona la tardanza ^^u A ver si puedo escribir al menos una vez por semana. ¡Feliz año! ^^
Kawasumi Hotaru- Teniente Rei
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Edad : 34
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
El tiempo es una creación de la conciencia, tan relativo como subjetivo. Marcamos qué es el día, qué la noche, cuándo ir a dormir y cuándo despertar. Creamos las semanas, los meses, para poder marcar los cambios en las mareas, las fases de la luna. Delimitamos horas, minutos, segundos, para poder medir el latido del corazón. Pero a veces confundimos conceptos, olvidándonos de esa escala que colocamos tiempo atrás sobre nuestra psique. Los días parecen horas, las semanas años y las horas segundos. Y, entre aquellas viejas paredes que rechinaban bajo la humedad, bajo aquel techo sobre el que se componía la sinfonía de la lluvia, cada latido de su trepidante corazón, se hacía tan largo como una noche de invierno.
Bajo las yemas de sus dedos, rugosas por la humedad, pudo por un instante, un instante eterno, notar como la sangre fluía por los vasos de su muñeca. Ríos calmados se tornaron turbulentos bajo el tosco toque de los dedos del muchacho. Y éste, durante el corto y eterno momento que sostuvo su antebrazo, observó sus ojos, viendo como su verdor se restringía con el dilatar de las pupilas. Por un corto segundo, efímero como un eclipse, mas eterno, ambos se observaron fijamente, clavando sus agrandadas pupilas sobre las próximas, notando el candor de la piel mutua bajo la suya.
Pero la prudencia y el pudor, viles asesino de aquellos íntimos momentos, acabaron con la elongación del tiempo en aquel pequeño y concreto espacio. Acabaron con los pulsos acelerados y las dilatadas miradas. Terminaron con el silencio del viento y del agua, y con el ruido de sus pensamientos.
El rubor de la fina piel de Sayuri elevó más aún el suyo propio, y aunque ni la casi ausente iluminación, ni su bruna tez iban a mostrar tal debilidad, Mugen bajó la mirada por enésima vez, dejándose llevar por sus pensamientos tras las escuetas palabras de la joven.
— ¿Qué cojones me pasa? Ni que fuera tu primera velada a solas con una mujer. — se regañó, para sus adentros.
Y es que, falsa modestia a parte, el sexo opuesto nunca había supuesto mayor problema para el joven Mugen. Y no había sido así porque tampoco había supuesto todo lo contrario. Sus experiencias, sus vivencias, se habían limitado al vano y superficial disfrute, sin que se implicara lo más mínimo con nadie. Nunca. Pero, por alguna extraña razón, aquella noche había sido arrastrado hacia la más profunda complicidad, confundiéndole hasta la médula. Su enigmática huida y su misteriosa historia, sus ojos que parecían ocultar historias para muchas veladas, su sonrisa, la más sincera que creía haber visto nunca. No sabía qué en concreto lo había llevado a aquella desorientadora situación, pero todo el conjunto lo abrumaba.
Se sorprendió pensando en ella, como si estuviese en otro lugar, lejos de allí, recordándola. Imaginaba su sonrojada tez, su mirada esquiva bajo sus níveos cabellos. Se recordaba a sí mismo sonriendo mientras la observaba. La imaginaba riendo, mirándole fijamente. Tan ensimismado quedó, que ni el mínimo caso hizo a la pregunta que Sayuri formuló, aunque ésta la trajo de nuevo allí, al presente.
— Pero si está aquí, imbécil. — pensó. — Está aquí...
Todo ocurrió muy rápido. Habría jurado no ser dueño de sí tras percatarse que realmente estaba frente a él, sonriéndole. Porque aquello que hizo suponía un juego tantas otras veces, pero se negaba a pensar que fuera otro de tantos divertimentos. Fuera de sí, observándose casi desde su coronilla, Mugen se inclinó con pasmosa rapidez. Y, en un instante tan corto como eterno, besó los cálidos labios de Sayuri, con tal dulzura que no pudo evitar cerrar sus ojos y, durante el estrecho e interminable tiempo de un latir de su corazón, se dejó llevar. Pero su mente volvió en sí y, en una desmesurada reacción inversa, se empujó a sí mismo hacia atrás, arrasando con lo que a sus espaldas se encontrara.
— Eso ha estado fuera de lugar. — confesó, con voz entrecortada, mientras se llevaba dos dedos a sus labios. "¿Ha sido real", pensó. — Pasaré la noche aquí, sí, pero será mejor que espere al alba fuera. — continuó, sin dejar hablar. Parecía haberse percatado al fin de la pregunta de Sayuri. — Creo que ha dejado de llover. — mintió.
Sin esperar reacción alguna, se irguió y dio la espalda a la joven que seguía sobre su asiento. En un par de zancadas cruzó la estancia, abriendo la puerta con brusquedad. Salió con la misma premura que guiaba su excitación y, bajo el primer árbol que encontró, se sentó, tratando de resguardarse de la lluvia que, lejos de cesar, parecía más intensa a cada instante. Tan intensa como cada vivencia de aquella inusual noche.
Ni el frío ni la lluvia calmó la estampida de su corazón. Una casi demente sonrisa se dibujó en su rostro, reviviendo lo que acababa de hacer, pero jamás juraría haber hecho.
Bajo las yemas de sus dedos, rugosas por la humedad, pudo por un instante, un instante eterno, notar como la sangre fluía por los vasos de su muñeca. Ríos calmados se tornaron turbulentos bajo el tosco toque de los dedos del muchacho. Y éste, durante el corto y eterno momento que sostuvo su antebrazo, observó sus ojos, viendo como su verdor se restringía con el dilatar de las pupilas. Por un corto segundo, efímero como un eclipse, mas eterno, ambos se observaron fijamente, clavando sus agrandadas pupilas sobre las próximas, notando el candor de la piel mutua bajo la suya.
Pero la prudencia y el pudor, viles asesino de aquellos íntimos momentos, acabaron con la elongación del tiempo en aquel pequeño y concreto espacio. Acabaron con los pulsos acelerados y las dilatadas miradas. Terminaron con el silencio del viento y del agua, y con el ruido de sus pensamientos.
El rubor de la fina piel de Sayuri elevó más aún el suyo propio, y aunque ni la casi ausente iluminación, ni su bruna tez iban a mostrar tal debilidad, Mugen bajó la mirada por enésima vez, dejándose llevar por sus pensamientos tras las escuetas palabras de la joven.
— ¿Qué cojones me pasa? Ni que fuera tu primera velada a solas con una mujer. — se regañó, para sus adentros.
Y es que, falsa modestia a parte, el sexo opuesto nunca había supuesto mayor problema para el joven Mugen. Y no había sido así porque tampoco había supuesto todo lo contrario. Sus experiencias, sus vivencias, se habían limitado al vano y superficial disfrute, sin que se implicara lo más mínimo con nadie. Nunca. Pero, por alguna extraña razón, aquella noche había sido arrastrado hacia la más profunda complicidad, confundiéndole hasta la médula. Su enigmática huida y su misteriosa historia, sus ojos que parecían ocultar historias para muchas veladas, su sonrisa, la más sincera que creía haber visto nunca. No sabía qué en concreto lo había llevado a aquella desorientadora situación, pero todo el conjunto lo abrumaba.
Se sorprendió pensando en ella, como si estuviese en otro lugar, lejos de allí, recordándola. Imaginaba su sonrojada tez, su mirada esquiva bajo sus níveos cabellos. Se recordaba a sí mismo sonriendo mientras la observaba. La imaginaba riendo, mirándole fijamente. Tan ensimismado quedó, que ni el mínimo caso hizo a la pregunta que Sayuri formuló, aunque ésta la trajo de nuevo allí, al presente.
— Pero si está aquí, imbécil. — pensó. — Está aquí...
Todo ocurrió muy rápido. Habría jurado no ser dueño de sí tras percatarse que realmente estaba frente a él, sonriéndole. Porque aquello que hizo suponía un juego tantas otras veces, pero se negaba a pensar que fuera otro de tantos divertimentos. Fuera de sí, observándose casi desde su coronilla, Mugen se inclinó con pasmosa rapidez. Y, en un instante tan corto como eterno, besó los cálidos labios de Sayuri, con tal dulzura que no pudo evitar cerrar sus ojos y, durante el estrecho e interminable tiempo de un latir de su corazón, se dejó llevar. Pero su mente volvió en sí y, en una desmesurada reacción inversa, se empujó a sí mismo hacia atrás, arrasando con lo que a sus espaldas se encontrara.
— Eso ha estado fuera de lugar. — confesó, con voz entrecortada, mientras se llevaba dos dedos a sus labios. "¿Ha sido real", pensó. — Pasaré la noche aquí, sí, pero será mejor que espere al alba fuera. — continuó, sin dejar hablar. Parecía haberse percatado al fin de la pregunta de Sayuri. — Creo que ha dejado de llover. — mintió.
Sin esperar reacción alguna, se irguió y dio la espalda a la joven que seguía sobre su asiento. En un par de zancadas cruzó la estancia, abriendo la puerta con brusquedad. Salió con la misma premura que guiaba su excitación y, bajo el primer árbol que encontró, se sentó, tratando de resguardarse de la lluvia que, lejos de cesar, parecía más intensa a cada instante. Tan intensa como cada vivencia de aquella inusual noche.
Ni el frío ni la lluvia calmó la estampida de su corazón. Una casi demente sonrisa se dibujó en su rostro, reviviendo lo que acababa de hacer, pero jamás juraría haber hecho.
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
El resplandor de la lamparilla jugaba a repeler las sombras que acechaban tras los hombros de Mugen. Mientras, medio embriagada por el empalagoso incienso, Sayuri se mordía las ganas de insistir en preguntar qué harían o llamarle la atención por su repentina e inexplicable mudez.
Se había quedado muy quieto, con un velo ensimismado y algo distante en la mirada fija hacia el frente, que luego se movió para encontrarse con la suya. Ni él mismo debió darse cuenta de la falta de recato que estaba demostrando al contemplarla de esa forma tan directa. Había un brillo intenso en aquellos ojos dorados, llenos de significados que a la joven se le escapaban, y al mismo tiempo alimentaban la comezón de su estómago. Su boca se entreabrió como para pronunciar algunas palabras, pero algo las amordazó antes de que llegaran a nacer.
Sayuri nunca supo explicar cómo sucedió realmente, ni porqué lo permitió. En un momento él se inclinó y le cubrió los labios con los suyos, presionándolos suavemente en un beso tierno y delicado que le nubló la mente desde el primer roce; el fuego en su interior se reanimó instantáneamente, despertando emociones confusas en su corazón. Durante los segundos, o minutos quizá, que duró aquello, estaba convencida de que el pecho le iba a reventar de emoción. Y entonces, apartándose bruscamente, como si el hombre hubiera vuelto en sí mismo, todo acabó con la misma fugacidad que había durado.
"¿Qué...?"
Se había olvidado de respirar, y cuando volvió a hacerlo, Mugen se excusaba atropelladamente y se alejaba cada vez más sin que pudiera impedirlo, todavía sobrecogida por las sensaciones que había provocado ese beso. Sólo consiguió romper el extraño embrujo en el que se veía presa cuando el hombre ya se apresuraba hacia la salida. Sayuri le observó con expresión desorientada, tratando de asimilar lo que había sucedido, hasta que la puerta volvió a cerrarse ante sus ojos. Aún tardó unos momentos en ser capaz de reaccionar y ponerse en pie, caminando inconscientemente en la dirección que había tomado el joven, si bien la intención se esfumó antes de que llegara a hacer algo para conseguir que regresara.
¿Qué diablos intentaba conseguir saliendo en su búsqueda? Todavía eran recientes, en su memoria y en su piel, las marcas que le habían causado todos aquellos despreciables hombres que se habían aprovechado de ella. Se había prometido que al salir de allí nunca volvería a dejar que se le acercaran de ese modo.
Más le valía dejar por esa noche las cosas como estaban y despedirse para siempre de Mugen en cuanto la sacara de aquel distrito.
Dio media vuelta y abandonó la sala en dirección a sus habitaciones, sin poder sacudirse de encima el recuerdo de la placentera sensación que la había recorrido al recibir tan inesperado gesto. Hizo un vehemente gesto de negación con la cabeza, apretando contra su pecho la bolsita y el estuche que contenían el precio de su libertad.
"Nunca más, Hotaru, nunca más. Recuerda que lo prometiste".
Había conocido varios hombres como para que esa clase de intimidad pudiera hacerla sentir torpe, e incluso algunos de ellos habían destacado por su atractivo y carisma, pero Mugen, con ese contraste entre la claridad de sus cabellos y la oscuridad de su tez, de cierta manera le resultaba abrumador. Incluso en ese momento, que todas las lámparas de la casa estaban apagadas, podía ver la luz de sus ojos dorados flotando en la oscuridad como las motas centelleantes de un hechizo.
Tenía que tratar de ahuyentarlo de su mente para poder dormir. Tenía que renunciar a esa locura antes de que la pusiera en peligro.
— Debo estar enferma. En circunstancias normales no habría pasado esto — se dijo a sí misma, chasqueando la lengua con frustración y cubriéndose con el nido de sábanas y edredones hasta el cuello, preparándose para ceder al cansancio y abandonarse a un sueño tranquilo, por tanto tiempo añorado.
Pronto se daría cuenta de que no le sería posible.
El agua helada parecía hacer saltar chispas del estanque, que dilataba sus pequeños círculos de plata cada vez que se hundía una nueva gota de lluvia, agitando su superficie y haciendo danzar a los nenúfares al particular ritmo de la música que tocaba. Dibujaba riachuelos por la rugosa piel de los árboles del jardín, donde justamente, bajo uno de ellos, se encontraba Mugen guareciéndose.
Los pies de Sayuri se movieron veloces a pesar del barro, y el haori que arrastraba sobre su cabeza ondeó como un fantasma. Ni la oscuridad ni la tormenta eran un problema ahora que lo había visto. Sabía hacia dónde tenía que guiar sus pasos.
"Esto es una locura", se repetía inútilmente. "Una locura. Da media vuelta. No lo hagas más complicado."
La cabellera blanca se balanceaba a su espalda, y el yukata violeta se le adhería en algunas zonas del cuerpo a causa de los golpes con los que el traicionero viento hacía cambiar la dirección de la lluvia. Ahora que sabía que para ella no había vuelta atrás, sentía el corazón latiéndole deprisa. Estaba contradiciéndose de la forma más irracional que se le ocurría, sí. Pero era lo que quería en esos momentos.
Bajó un poco los brazos cuando se detuvo, justo delante de él, llevando el aire con esfuerzo a sus pulmones.
— Pensé que... tendrías frío. No te llevaste nada de abrigo al salir y...
Tragó saliva y se acuclilló ante Mugen, haciendo girar el haori sobre sus cabezas para luego dejar que le cayera encima de los hombros. Mientras acomodaba la prenda para que cubriera bien al hombre, pensaba en que era inútil armar una excusa. Ella sabía bien cuál era el verdadero motivo de que estuviera ahí, y a esas alturas él ya debía imaginárselo.
De nuevo los dos rodeados de barro y asedidados por la lluvia. Justo como cuando se habían conocido, apenas unas horas atrás.
¿Estaría cometiendo otro error? ¿No iba todo demasiado deprisa?
Le miró con avidez, esperando que dijera o hiciera algo, pero finalmente fue ella quien ladeó el rostro y se acercó, cerrando los temblorosos párpados en el preciso instante que encontró su boca. Los labios de Sayuri eran suaves como el algodón, blandos y dulces. Se movieron despacio, tanteando con timidez el terreno, y luego presionaron un poco más, advirtiendo una curiosa mezcla de sabores que quiso degustar de forma más intensa.
Con los ojos cerrados todo se agudizaba. Podía percibir cada gota de agua que caía desde el flequillo de Mugen hasta su rostro, recorriéndole las mejillas y deslizándose por la línea de su cuello hasta perderse. Podía notar cómo pasaban de ser frías a tibias durante el camino por su piel, y que luego simplemente desparecían, como si se hubieran evaporado.
Hizo un esfuerzo por separarse y tomar aire. La respiración se escabulló de entre sus labios como bocanadas de humo que se perdieron en el aire húmedo y fresco de esa noche en la que habían ocurrido tantas cosas. Sus miradas se entrelazaron, y algo que vio en los ojos de él la hizo temblar.
— ¿Todavía... prefieres quedarte aquí fuera?
Se había quedado muy quieto, con un velo ensimismado y algo distante en la mirada fija hacia el frente, que luego se movió para encontrarse con la suya. Ni él mismo debió darse cuenta de la falta de recato que estaba demostrando al contemplarla de esa forma tan directa. Había un brillo intenso en aquellos ojos dorados, llenos de significados que a la joven se le escapaban, y al mismo tiempo alimentaban la comezón de su estómago. Su boca se entreabrió como para pronunciar algunas palabras, pero algo las amordazó antes de que llegaran a nacer.
Sayuri nunca supo explicar cómo sucedió realmente, ni porqué lo permitió. En un momento él se inclinó y le cubrió los labios con los suyos, presionándolos suavemente en un beso tierno y delicado que le nubló la mente desde el primer roce; el fuego en su interior se reanimó instantáneamente, despertando emociones confusas en su corazón. Durante los segundos, o minutos quizá, que duró aquello, estaba convencida de que el pecho le iba a reventar de emoción. Y entonces, apartándose bruscamente, como si el hombre hubiera vuelto en sí mismo, todo acabó con la misma fugacidad que había durado.
"¿Qué...?"
Se había olvidado de respirar, y cuando volvió a hacerlo, Mugen se excusaba atropelladamente y se alejaba cada vez más sin que pudiera impedirlo, todavía sobrecogida por las sensaciones que había provocado ese beso. Sólo consiguió romper el extraño embrujo en el que se veía presa cuando el hombre ya se apresuraba hacia la salida. Sayuri le observó con expresión desorientada, tratando de asimilar lo que había sucedido, hasta que la puerta volvió a cerrarse ante sus ojos. Aún tardó unos momentos en ser capaz de reaccionar y ponerse en pie, caminando inconscientemente en la dirección que había tomado el joven, si bien la intención se esfumó antes de que llegara a hacer algo para conseguir que regresara.
¿Qué diablos intentaba conseguir saliendo en su búsqueda? Todavía eran recientes, en su memoria y en su piel, las marcas que le habían causado todos aquellos despreciables hombres que se habían aprovechado de ella. Se había prometido que al salir de allí nunca volvería a dejar que se le acercaran de ese modo.
Más le valía dejar por esa noche las cosas como estaban y despedirse para siempre de Mugen en cuanto la sacara de aquel distrito.
Dio media vuelta y abandonó la sala en dirección a sus habitaciones, sin poder sacudirse de encima el recuerdo de la placentera sensación que la había recorrido al recibir tan inesperado gesto. Hizo un vehemente gesto de negación con la cabeza, apretando contra su pecho la bolsita y el estuche que contenían el precio de su libertad.
"Nunca más, Hotaru, nunca más. Recuerda que lo prometiste".
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Sayuri se escurrió bajo el futón y escuchó el siseo de la lluvia, que era incapaz de acallar sus propios pensamientos. En la oscuridad de la que un día había sido su habitación, se reprochaba su comportamiento una y otra vez, sin entender qué clase de debilidad había comenzado a afectarla para que se desviase así de su objetivo, ni por obra de qué magia se encontraba tan inquieta. Había conocido varios hombres como para que esa clase de intimidad pudiera hacerla sentir torpe, e incluso algunos de ellos habían destacado por su atractivo y carisma, pero Mugen, con ese contraste entre la claridad de sus cabellos y la oscuridad de su tez, de cierta manera le resultaba abrumador. Incluso en ese momento, que todas las lámparas de la casa estaban apagadas, podía ver la luz de sus ojos dorados flotando en la oscuridad como las motas centelleantes de un hechizo.
Tenía que tratar de ahuyentarlo de su mente para poder dormir. Tenía que renunciar a esa locura antes de que la pusiera en peligro.
— Debo estar enferma. En circunstancias normales no habría pasado esto — se dijo a sí misma, chasqueando la lengua con frustración y cubriéndose con el nido de sábanas y edredones hasta el cuello, preparándose para ceder al cansancio y abandonarse a un sueño tranquilo, por tanto tiempo añorado.
Pronto se daría cuenta de que no le sería posible.
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El agua helada parecía hacer saltar chispas del estanque, que dilataba sus pequeños círculos de plata cada vez que se hundía una nueva gota de lluvia, agitando su superficie y haciendo danzar a los nenúfares al particular ritmo de la música que tocaba. Dibujaba riachuelos por la rugosa piel de los árboles del jardín, donde justamente, bajo uno de ellos, se encontraba Mugen guareciéndose.
Los pies de Sayuri se movieron veloces a pesar del barro, y el haori que arrastraba sobre su cabeza ondeó como un fantasma. Ni la oscuridad ni la tormenta eran un problema ahora que lo había visto. Sabía hacia dónde tenía que guiar sus pasos.
"Esto es una locura", se repetía inútilmente. "Una locura. Da media vuelta. No lo hagas más complicado."
La cabellera blanca se balanceaba a su espalda, y el yukata violeta se le adhería en algunas zonas del cuerpo a causa de los golpes con los que el traicionero viento hacía cambiar la dirección de la lluvia. Ahora que sabía que para ella no había vuelta atrás, sentía el corazón latiéndole deprisa. Estaba contradiciéndose de la forma más irracional que se le ocurría, sí. Pero era lo que quería en esos momentos.
Bajó un poco los brazos cuando se detuvo, justo delante de él, llevando el aire con esfuerzo a sus pulmones.
— Pensé que... tendrías frío. No te llevaste nada de abrigo al salir y...
Tragó saliva y se acuclilló ante Mugen, haciendo girar el haori sobre sus cabezas para luego dejar que le cayera encima de los hombros. Mientras acomodaba la prenda para que cubriera bien al hombre, pensaba en que era inútil armar una excusa. Ella sabía bien cuál era el verdadero motivo de que estuviera ahí, y a esas alturas él ya debía imaginárselo.
De nuevo los dos rodeados de barro y asedidados por la lluvia. Justo como cuando se habían conocido, apenas unas horas atrás.
¿Estaría cometiendo otro error? ¿No iba todo demasiado deprisa?
Le miró con avidez, esperando que dijera o hiciera algo, pero finalmente fue ella quien ladeó el rostro y se acercó, cerrando los temblorosos párpados en el preciso instante que encontró su boca. Los labios de Sayuri eran suaves como el algodón, blandos y dulces. Se movieron despacio, tanteando con timidez el terreno, y luego presionaron un poco más, advirtiendo una curiosa mezcla de sabores que quiso degustar de forma más intensa.
Con los ojos cerrados todo se agudizaba. Podía percibir cada gota de agua que caía desde el flequillo de Mugen hasta su rostro, recorriéndole las mejillas y deslizándose por la línea de su cuello hasta perderse. Podía notar cómo pasaban de ser frías a tibias durante el camino por su piel, y que luego simplemente desparecían, como si se hubieran evaporado.
Hizo un esfuerzo por separarse y tomar aire. La respiración se escabulló de entre sus labios como bocanadas de humo que se perdieron en el aire húmedo y fresco de esa noche en la que habían ocurrido tantas cosas. Sus miradas se entrelazaron, y algo que vio en los ojos de él la hizo temblar.
— ¿Todavía... prefieres quedarte aquí fuera?
Kawasumi Hotaru- Teniente Rei
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Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
Arriadas las velas, la nave bajó sus remos y el tambor comenzó a sonar. Sobre la cabeza del capitán del navío se dibujaba una tormenta, tan imposible de esquivar que decidió cruzar. “El ojo de la tormenta, allí habrá paz”, reflexionó y el repiqueteo del tambor así obedeció. El mar se agitaba con la tempestad pero las palas lo cortaban con bravura igual. El tambor sonaba con mayor presura a las órdenes del capitán. La embarcación se adentró en la tormenta, el ritmo del tambor seguía creciendo, conforme la oscuridad aumentaba a la par. Los vientos se volvieron tan violentos que a punto estuvieron de zozobrar, pero el incansable tambor y los remos que al unísono se movían capearon el temporal.
Cruzada ya la zona de mayor fiereza, que había besado la proa con fuerza, seguían buscando el centro de la tormenta. El tambor sonaba aún ligero, presto a cualquier otro brusco cambio del tiempo. Surcaban las bravas olas, cortaban el turbulento mar, pero no lograban encontrar el ojo de aquella demente tempestad. Ni tan siquiera alcanzaban a vislumbrar el final de tan agónica huida.
El tambor seguía su ritmo incansable. Los brazos del tamborilero podrían seguir así hasta el alba mas, ¿cuánto podría aguantar el pellejo que vibraba tras cada golpe? ¿Cuánto aguantarían las dos docenas de almas que movían los largos remos bajo la tempestad? Ni centro ni fin de la tormenta se atisbaban, pero el tambor no dejaba de sonar.
“Pum, pum. Pum, pum.”
Seguía tamborileando.
“Pum, pum. Pum, pum.”
Por más que se esforzaba, no parecía querer aminorar.
“Pum, pum. Pum, pum.”
Hacía una eternidad que había abandonado el refugio de un techo. Tan mojado se encontraba que parte de la lluvia ya se sentía parte de él. Perderse, como ella, se le antojaba ahora como el mejor de sus sueños. Escurrirse por la arcilla del terreno, ir a parar a un lago o un río y continuar su camino, dejando todo atrás sin pensarlo dos veces.
Sea lo que fuere lo que le había poseído instantes atrás, aún tenía entre sus fauces su corazón que repicaba sin cesar, imitando el ritmo de la lluvia con cada gota que iba a parar sobre su piel. Cada vez que rememoraba el precipitado gesto, el furtivo beso y las vanas escusas antes de huir, Mugen se encogía más y más sobre sí. Sólo la dulzura de los labios de Sayuri que aún remanaban de entre los suyos, le hacía sonreír y erguirse de nuevo. Pero de nuevo le azotaba la vergüenza y su espalda se arqueaba nuevamente, fijando su mirada en el cieno. La tierra se le presentaba ahora más inspiradora que el cielo.
Su mente intentaba ordenar a sus piernas, pero el tambor incesante de su pecho lo mantenía anclado bajo aquel árbol. La vaga esperanza de que el ensueño fuera compartido y no sólo embriagara a Mugen se esfumó a los pocos minutos, cuando dejó de observar la casa que había abandonado y de donde esperaba verla acercarse.
— “¿En qué diablos estabas pensando? ¿Qué se te ha pasado por la… por qué saliste corriendo? ¿¡Eso lo va a arreglar!?” — Ni siquiera su voz interior lograba aclararse. — “¿Qué demonios pasa contigo?”
Durante su corta huida había creído que el corazón se le saldría del pecho, impaciente por escapar de él y buscar un habitáculo más calmo. La brisa fría, la lluvia y la meditación habían sosegado su espíritu durante aquel período de tiempo que no habría sabido calcular. Un sonido, un pequeño crujido, lo hizo volver al anterior estado de excitación. La estampida volvió a su torso cuando el chirrido de la madera de la puerta se hizo notar sobre el estruendo de la precipitación, implorando a sus pies que volvieran a huir, pero no se movió.
Su pálida tez manifestaba luz propia. Su argénteos cabellos, mecidos a merced del viento, desafiaba por momentos la lluvia y la oscuridad, cuan lucero del alba. “Un ángel. Un ángel en el mundo de los Dioses de la Muerte”, pensaba Mugen. “¿Habría visión más hermosa?”
Ella se movió con gracia, rozando el terreno con delicadeza en una caricia danzante. Los pequeños faroles dorados bajo aquel árbol, siguieron la trazada de su cuerpo bajo la lluvia, abstraído en la belleza de su silueta y la sutileza de sus pasos. La visión inocente y angelical fue relegada por el fuego de lo carnal, gracias en parte a las caladas telas violetas y al caprichoso viento que las mecía. La generosa figura de Sayuri fue trazada frente a sus ojos, en violeta y blanco, por los dioses de la tormenta sobre el oscuro lienzo de la noche. Para cuando estuvo frente a sí, Mugen simplemente no supo qué decir.
Desconocía que llegó a pronunciar Sayuri, justo antes de encogerse junto a él, pero estaba seguro de que fue su cálida voz quien lo despertó del gélido ensueño de la lluvia y no el haori que ahora pendía sobre sus hombros.
El escenario se repetía, cieno y lluvia, lo mugriento y lo inmaculado. Idéntico paisaje, idénticos protagonistas pero tan distinto palpitar, tan dispares emociones. La lluvia sobre el estanque, el techo y el árbol, el susurro del viento, cada vez más violento; y de nuevo ese tambor que resonaba tan cerca y tan lejos: todo quedó en silencio. En su derredor, todo se detuvo. Las ramas del árbol dejaron de mecerse, curiosas. La lluvia se sostuvo en el aire, observando. El estanque dejó de crepitar y ondularse, expectante. El tiempo se deformó en el preciso momento en que sus rostros se fundieron. Enredó sus dedos en el telar nivio de sus cabellos, acariciando su cabeza mientras la atraía, más y más, hacia sí. Se dejó mecer en aquel largo, largo beso en el que ni podía ni quería averiguar dónde acababa su vibrante cuerpo y el de la bella dama daba comienzo.
“Podría caminar sobre ascuas, nadar bajo un lago helado” querría haber dicho. “Podría correr bajo un huracán y volar entre relámpagos, siempre que no perdiera de vista el prado verde de tus ojos”. Pero se limitó a callar y clavar sus pupilas en las de ella. Callar y reaccionar rápido, como cuando aquel furtivo beso. La agarró con delicadeza y soltura, para luego retomar el camino de vuelta a la casa, despacio, bajo la incesante lluvia.
Dejó caer con suavidad a la joven en la escasa porción de madera que aún estaba seca. Agarró, con la delicadeza del lino, la fina muñeca de Sayuri para cruzar el umbral a la par y guarecerse finalmente de la tormenta. Junto a luz de la lamparilla, que aún crepitaba, la hizo girar, enfrentándose a ella. Colocó sus manos sobre sus hombros, su cuello, y por un instante que le pareció eterno se dejó perder en el pastizal de su mirada. Corrió, voló sobre el trigo verde de sus ojos, pero alguien o algo lo llamaba. El canto de sirena de los labios que ya había probado exigían su atención y no tardó en ceder ante ellos, bajando sin prisa para volver a saborear los placeres de la dulce Sayuri. Sus brazos se escurrieron por su espalda, anclándose en su cintura que pronto fue suya. Mugen hizo coincidir sus figuras, compartiendo la humedad de sus ropajes y la calidez de sus cuerpos. Todo él la sentía ahora, la saboreaba, no sólo sus labios, y por otro eterno y leve momento, se dejó embriagar por aquella sensación.
El fuego crecía dentro de sí. Pero su mente continuaba combatiéndolo con fervor. Sayuri había sufrido demasiado aquella noche, no quería ser el origen de un nuevo mal forzando el parecer de la joven dama. Sin embargo, mientras meditaba, mientras la besaba, sus manos se movieron con voluntad propia y pronto encontró sus dedos enraizados en el frondoso bosque alba. Abrió un momento los ojos para volver a mirarla, juzgando sus reacciones, intentando adivinar qué corría por su mente. Pero no tardó en perder la conciencia de sus actos de nuevo y, en menos de lo que sus trepidantes corazones latieron una sola vez, Mugen había hundido sus labios en el largo cuello de ella, besándola y degustando su piel con su lengua, mientras su nariz se embriagaba de los aromas de su pelo.
Despertó al instante y se apartó, avergonzado en apariencia, deseoso de perderse en su cuerpo, en realidad. Volvió a mirarla y sonrió cálidamente en un desesperado gesto por preguntar: “¿qué hago?” Desenredó una de sus manos de la cabellera de Sayuri para acariciar su rostro, primero con el dorso de sus dedos sobre la mejilla, más tarde con las yemas de estos sobre sus labios. Quería hacerlos hablar… o actuar. Quería que respondieran a sus pensamientos. Qué debía hacer, detenerse o dejarse llevar y no parar.
Cruzada ya la zona de mayor fiereza, que había besado la proa con fuerza, seguían buscando el centro de la tormenta. El tambor sonaba aún ligero, presto a cualquier otro brusco cambio del tiempo. Surcaban las bravas olas, cortaban el turbulento mar, pero no lograban encontrar el ojo de aquella demente tempestad. Ni tan siquiera alcanzaban a vislumbrar el final de tan agónica huida.
El tambor seguía su ritmo incansable. Los brazos del tamborilero podrían seguir así hasta el alba mas, ¿cuánto podría aguantar el pellejo que vibraba tras cada golpe? ¿Cuánto aguantarían las dos docenas de almas que movían los largos remos bajo la tempestad? Ni centro ni fin de la tormenta se atisbaban, pero el tambor no dejaba de sonar.
**************************
“Pum, pum. Pum, pum.”
Seguía tamborileando.
“Pum, pum. Pum, pum.”
Por más que se esforzaba, no parecía querer aminorar.
“Pum, pum. Pum, pum.”
Hacía una eternidad que había abandonado el refugio de un techo. Tan mojado se encontraba que parte de la lluvia ya se sentía parte de él. Perderse, como ella, se le antojaba ahora como el mejor de sus sueños. Escurrirse por la arcilla del terreno, ir a parar a un lago o un río y continuar su camino, dejando todo atrás sin pensarlo dos veces.
Sea lo que fuere lo que le había poseído instantes atrás, aún tenía entre sus fauces su corazón que repicaba sin cesar, imitando el ritmo de la lluvia con cada gota que iba a parar sobre su piel. Cada vez que rememoraba el precipitado gesto, el furtivo beso y las vanas escusas antes de huir, Mugen se encogía más y más sobre sí. Sólo la dulzura de los labios de Sayuri que aún remanaban de entre los suyos, le hacía sonreír y erguirse de nuevo. Pero de nuevo le azotaba la vergüenza y su espalda se arqueaba nuevamente, fijando su mirada en el cieno. La tierra se le presentaba ahora más inspiradora que el cielo.
Su mente intentaba ordenar a sus piernas, pero el tambor incesante de su pecho lo mantenía anclado bajo aquel árbol. La vaga esperanza de que el ensueño fuera compartido y no sólo embriagara a Mugen se esfumó a los pocos minutos, cuando dejó de observar la casa que había abandonado y de donde esperaba verla acercarse.
— “¿En qué diablos estabas pensando? ¿Qué se te ha pasado por la… por qué saliste corriendo? ¿¡Eso lo va a arreglar!?” — Ni siquiera su voz interior lograba aclararse. — “¿Qué demonios pasa contigo?”
Durante su corta huida había creído que el corazón se le saldría del pecho, impaciente por escapar de él y buscar un habitáculo más calmo. La brisa fría, la lluvia y la meditación habían sosegado su espíritu durante aquel período de tiempo que no habría sabido calcular. Un sonido, un pequeño crujido, lo hizo volver al anterior estado de excitación. La estampida volvió a su torso cuando el chirrido de la madera de la puerta se hizo notar sobre el estruendo de la precipitación, implorando a sus pies que volvieran a huir, pero no se movió.
Su pálida tez manifestaba luz propia. Su argénteos cabellos, mecidos a merced del viento, desafiaba por momentos la lluvia y la oscuridad, cuan lucero del alba. “Un ángel. Un ángel en el mundo de los Dioses de la Muerte”, pensaba Mugen. “¿Habría visión más hermosa?”
Ella se movió con gracia, rozando el terreno con delicadeza en una caricia danzante. Los pequeños faroles dorados bajo aquel árbol, siguieron la trazada de su cuerpo bajo la lluvia, abstraído en la belleza de su silueta y la sutileza de sus pasos. La visión inocente y angelical fue relegada por el fuego de lo carnal, gracias en parte a las caladas telas violetas y al caprichoso viento que las mecía. La generosa figura de Sayuri fue trazada frente a sus ojos, en violeta y blanco, por los dioses de la tormenta sobre el oscuro lienzo de la noche. Para cuando estuvo frente a sí, Mugen simplemente no supo qué decir.
Desconocía que llegó a pronunciar Sayuri, justo antes de encogerse junto a él, pero estaba seguro de que fue su cálida voz quien lo despertó del gélido ensueño de la lluvia y no el haori que ahora pendía sobre sus hombros.
El escenario se repetía, cieno y lluvia, lo mugriento y lo inmaculado. Idéntico paisaje, idénticos protagonistas pero tan distinto palpitar, tan dispares emociones. La lluvia sobre el estanque, el techo y el árbol, el susurro del viento, cada vez más violento; y de nuevo ese tambor que resonaba tan cerca y tan lejos: todo quedó en silencio. En su derredor, todo se detuvo. Las ramas del árbol dejaron de mecerse, curiosas. La lluvia se sostuvo en el aire, observando. El estanque dejó de crepitar y ondularse, expectante. El tiempo se deformó en el preciso momento en que sus rostros se fundieron. Enredó sus dedos en el telar nivio de sus cabellos, acariciando su cabeza mientras la atraía, más y más, hacia sí. Se dejó mecer en aquel largo, largo beso en el que ni podía ni quería averiguar dónde acababa su vibrante cuerpo y el de la bella dama daba comienzo.
**************************
La tormenta había quedado atrás, el tambor había cesado su repiqueteo. Los brazos, hastiados del esfuerzo por sobrevivir, se negaban a obedecer. Por unos instantes nadie arrió las velas y el navío se meció a voluntad de la mar, dejándose hacer por la brisa que le acariciaba.**************************
— No, volvamos. “Podría caminar sobre ascuas, nadar bajo un lago helado” querría haber dicho. “Podría correr bajo un huracán y volar entre relámpagos, siempre que no perdiera de vista el prado verde de tus ojos”. Pero se limitó a callar y clavar sus pupilas en las de ella. Callar y reaccionar rápido, como cuando aquel furtivo beso. La agarró con delicadeza y soltura, para luego retomar el camino de vuelta a la casa, despacio, bajo la incesante lluvia.
Dejó caer con suavidad a la joven en la escasa porción de madera que aún estaba seca. Agarró, con la delicadeza del lino, la fina muñeca de Sayuri para cruzar el umbral a la par y guarecerse finalmente de la tormenta. Junto a luz de la lamparilla, que aún crepitaba, la hizo girar, enfrentándose a ella. Colocó sus manos sobre sus hombros, su cuello, y por un instante que le pareció eterno se dejó perder en el pastizal de su mirada. Corrió, voló sobre el trigo verde de sus ojos, pero alguien o algo lo llamaba. El canto de sirena de los labios que ya había probado exigían su atención y no tardó en ceder ante ellos, bajando sin prisa para volver a saborear los placeres de la dulce Sayuri. Sus brazos se escurrieron por su espalda, anclándose en su cintura que pronto fue suya. Mugen hizo coincidir sus figuras, compartiendo la humedad de sus ropajes y la calidez de sus cuerpos. Todo él la sentía ahora, la saboreaba, no sólo sus labios, y por otro eterno y leve momento, se dejó embriagar por aquella sensación.
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Habían bailoteado bajo la música de las olas y la suave brisa marinera, pero tiempo era ya de dominar los vientos y los mares. A la orden del capitán, el navío desplegó sus velas y pronto la mayor se hinchó, viento en popa. Ahora era la madera quien cortaba la mar y no las olas quien golpeaban al casco. Antes el huracanado viento agitaba el navío, ahora la brisa había sido contenida, dominada. La tormenta no marcaba su sino, el timón trazaba ahora su camino.**************************
El fuego crecía dentro de sí. Pero su mente continuaba combatiéndolo con fervor. Sayuri había sufrido demasiado aquella noche, no quería ser el origen de un nuevo mal forzando el parecer de la joven dama. Sin embargo, mientras meditaba, mientras la besaba, sus manos se movieron con voluntad propia y pronto encontró sus dedos enraizados en el frondoso bosque alba. Abrió un momento los ojos para volver a mirarla, juzgando sus reacciones, intentando adivinar qué corría por su mente. Pero no tardó en perder la conciencia de sus actos de nuevo y, en menos de lo que sus trepidantes corazones latieron una sola vez, Mugen había hundido sus labios en el largo cuello de ella, besándola y degustando su piel con su lengua, mientras su nariz se embriagaba de los aromas de su pelo.
Despertó al instante y se apartó, avergonzado en apariencia, deseoso de perderse en su cuerpo, en realidad. Volvió a mirarla y sonrió cálidamente en un desesperado gesto por preguntar: “¿qué hago?” Desenredó una de sus manos de la cabellera de Sayuri para acariciar su rostro, primero con el dorso de sus dedos sobre la mejilla, más tarde con las yemas de estos sobre sus labios. Quería hacerlos hablar… o actuar. Quería que respondieran a sus pensamientos. Qué debía hacer, detenerse o dejarse llevar y no parar.
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[OFF] Perdón por tanta paranoia metafórica...
Última edición por Shihōin Katō el Sáb Ago 03, 2013 1:44 pm, editado 1 vez
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
Un tablón de madera crujió tan quedamente que apenas se oyó cuando los pies de ambos pisaron sobre él, refugiándose en la sombría casa. El camino de regreso bajo la lluvia había conseguido calar sus ropas e iban dejando un rastro húmedo sobre el suelo, pero esta vez a Sayuri no le importó. Su mirada, abandonando el disco de luz trémula que arrojaba la lamparilla a su lado, abrazó el rostro de Mugen y se sumergió en la oscuridad atrapada en el centro de aquellos anillos dorados. A medida que lo observaba, le parecía más y más que sus pupilas irradiaban húmedos rayos de luna. Se percató de cómo bajaba la mirada hasta sus labios y el estómago se le contrajo al prever el beso que no tardó en sucederse. El contacto de aquellas manos alrededor de su cuello era tan cálido como el verano, y su repentina pérdida fue recompensada cuando la estrechó por la cintura y la apretó contra sí, hasta que sintió sus pechos aplastados contra su torso. El apremio con el que la besaba la aturdía, sintiéndose arrastrada por la tormenta, poco más que espuma de las olas al romperse contra las rocas de un acantilado. "¿Cómo estoy dejando que esto pase?", se preguntaba, pensando que el significado que hasta entonces habían tenido esas mismas acciones se diluía al compás de sus desbocadas pulsaciones. Apenas transitaba el aire en sus pulmones, y el gemido que profirió al notar la caricia de fuego líquido recorriéndole el cuello se vio sofocado por el aullido del viento y los golpes furiosos de la lluvia, que se estrellaba con insistencia contra el techo y las paredes de la casa como si intentase asediarlos. Entonces lo entendió. No era lo que le habían hecho a su cuerpo. Era lo que le habían hecho a ella, lo que le hicieron hacer. Se habían apropiado no sólo de su carne, sino también de su voluntad, como si fuera un objeto. La habían convertido en algo menos que humano. "¿A quién le importa lo que nos pase?", había dicho una de las mujeres del burdel. "Una puta no es nada". Era cierto. Lo que había dicho era cierto. Ninguno de aquellos hombres que habían pagado por acostarse con ellas las consideraban personas. A ojos de los clientes, de sus carceleros, de la sociedad, e incluso de ellas mismas... no eran más que algo utilizable.
Cuando Mugen se apartó, se dio cuenta de que sentía anhelo de él, de lo que le estaba entregando. Le temblaban las piernas y toda su piel se había erizado. "Para él existo... aunque el nombre que le di no sea real, aunque olvide mi rostro dentro de unas semanas.". No lo terminaba de entender, pero para ella era importante; como si le hubiesen arrebatado algo muy personal y aquel joven desaliñado se lo estuviese dando de vuelta. Lograron hacerla creer que no tenía ningún valor. La habían desposeído de su identidad. "Compartíamos la ropa. Al llegar nos ponían el nombre de una chica que había trabajado allí anteriormente. Incluso nos exhibían tras unos barrotes de madera, como si fuéramos grillos en una jaula". Habían hecho algo horrible con ella, algo peor que matarla. Habían hecho de ella un juguete, un adorno, una moneda... Pero ahora era libre.
Los dedos del hombre recorrían su tez con una gentileza inusual, y al mirarlo a los ojos pudo leer en ellos que la deseaba, pero que no haría nada que ella no le permitiera. Y si la joven titubeó al respecto, si llegó a pensar en alejarlo o salir huyendo, toda pretensión se convirtió en humo. Lo agarró por la muñeca y le hizo soltarla, devorando la distancia que los separaba para pegarse contra sus ropas mojadas por la lluvia. Al encontrar sus labios una sola lágrima se escurrió entre los párpados apretados, resbalando por su mejilla como un diamante diminuto.
Intentaron destruírla, anularla como ser humano. No estaba segura de si lo habían logrado, si se había convertido en otra cosa, pero se sentía viva, y lo que era más importante: con ganas de vivir. De ahora en adelante nadie, excepto ella, sería dueño de sus decisiones. Haría lo necesario para que así fuera.
— Está bien, Mugen...— sus mejillas se habían sonrojado y los ojos le brillaban intensamente, como si acabara de saltar desde las alturas y estuviera sorprendida de haber caído de pie—. Para mí está bien. Quiero esto. Lo quiero, así que...
No continuó la frase. No encontró forma de hacerlo; al menos con palabras. Si había alguna fórmula para expresar lo que ella sentía en aquel momento, todavía no la conocía.
Aspiró el aire que olía a tierra húmeda, al perfume de la flora silvestre que crecía en el jardín. También el aroma del hombre le cosquilleó en la nariz, animándola a tomar la iniciativa para alzar las manos hasta el keikogi y comenzar a desanudar el obi que lo mantenía cerrado.
Aunque seguía pareciéndole una locura, estaba bien con que así fuera. Había tenido la opción de elegir, y ella había escogido seguir adelante.
Cuando Mugen se apartó, se dio cuenta de que sentía anhelo de él, de lo que le estaba entregando. Le temblaban las piernas y toda su piel se había erizado. "Para él existo... aunque el nombre que le di no sea real, aunque olvide mi rostro dentro de unas semanas.". No lo terminaba de entender, pero para ella era importante; como si le hubiesen arrebatado algo muy personal y aquel joven desaliñado se lo estuviese dando de vuelta. Lograron hacerla creer que no tenía ningún valor. La habían desposeído de su identidad. "Compartíamos la ropa. Al llegar nos ponían el nombre de una chica que había trabajado allí anteriormente. Incluso nos exhibían tras unos barrotes de madera, como si fuéramos grillos en una jaula". Habían hecho algo horrible con ella, algo peor que matarla. Habían hecho de ella un juguete, un adorno, una moneda... Pero ahora era libre.
Los dedos del hombre recorrían su tez con una gentileza inusual, y al mirarlo a los ojos pudo leer en ellos que la deseaba, pero que no haría nada que ella no le permitiera. Y si la joven titubeó al respecto, si llegó a pensar en alejarlo o salir huyendo, toda pretensión se convirtió en humo. Lo agarró por la muñeca y le hizo soltarla, devorando la distancia que los separaba para pegarse contra sus ropas mojadas por la lluvia. Al encontrar sus labios una sola lágrima se escurrió entre los párpados apretados, resbalando por su mejilla como un diamante diminuto.
Intentaron destruírla, anularla como ser humano. No estaba segura de si lo habían logrado, si se había convertido en otra cosa, pero se sentía viva, y lo que era más importante: con ganas de vivir. De ahora en adelante nadie, excepto ella, sería dueño de sus decisiones. Haría lo necesario para que así fuera.
— Está bien, Mugen...— sus mejillas se habían sonrojado y los ojos le brillaban intensamente, como si acabara de saltar desde las alturas y estuviera sorprendida de haber caído de pie—. Para mí está bien. Quiero esto. Lo quiero, así que...
No continuó la frase. No encontró forma de hacerlo; al menos con palabras. Si había alguna fórmula para expresar lo que ella sentía en aquel momento, todavía no la conocía.
Aspiró el aire que olía a tierra húmeda, al perfume de la flora silvestre que crecía en el jardín. También el aroma del hombre le cosquilleó en la nariz, animándola a tomar la iniciativa para alzar las manos hasta el keikogi y comenzar a desanudar el obi que lo mantenía cerrado.
Aunque seguía pareciéndole una locura, estaba bien con que así fuera. Había tenido la opción de elegir, y ella había escogido seguir adelante.
Kawasumi Hotaru- Teniente Rei
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Edad : 34
Re: Cabellos húmedos; entre ellos brilla el ámbar, dulce como incienso {FB-Kato}
Había sido una noche como cualquier otra: apuestas, bebidas, peleas y mujeres. La lluvia que descansaba sobre sus hombros era también como cualquier otra: fría y pegajosa. La casa donde se resguardaron era una entre tantas, como cualquier otra: sobria, sencilla y humilde. Y la situación, el juego de miradas, las frases inacabadas. La misma escena de tantas otras noches. Una noche como cualquier otra.
Esa precisa noche, entre tantas otras, había jugado, pero no recordaba cuánto había perdido. Había bebido, pero la embriaguez lo había abandonado de golpe hacía ya tiempo. Había luchado, pero los moratones no palpitaban ni dolían, como los de otras noches. El agua sobre sus hombros parecía cálida, en consonancia con el resto de su cuerpo, aunque la habitación permaneciera aún fría.
Y el interior de la casa brillaba de manera antinatural.
Buscó con la mirada perdida, intentando hallar la fuente de tan rara luz, hasta que sus pupilas se encogieron al clavarlas sobre las de ella. El entorno se enaltecía bajo su sencilla presencia: la sobriedad dejaba paso a la majestuosidad. La mujer frente a sí, a diferencia de tantas otras, había robado sus palabras, siempre prestas, con aquel beso. No había más juegos que el que sus ojos marcaban: la escena estaba escrita y ella era su autora.
Conocía a la perfección el origen de la estampida que recorría su pecho. Incluso podría ser el motivo de que aquella noche, entre tantas otras, resultara tan conmovedoramente especial. Sentía algo distinto, algo esclarecedor, algo que con cuidados, agua y sol, podría echar fácilmente raíces. Pero sabía, desde el momento en que ocultó su verdadero nombre, que no volvería a verla jamás. Lo efímero de una sensación tan extrañamente profunda, ese era el motivo del tambor incansable que retumbaba dentro de sí.
Y ella habló, aunque a oídos de Mugen sonara como un encantamiento que lo hizo asentir casi al instante. Con su asertivo ademán, todo rastro de duda se esfumó, perdiéndose en la infinidad del húmedo aire al ritmo del traqueteo de la lluvia. Con ella, su mente se volatilizó también, embaucada por el susurro de la ropa al caer.
Su vida se había convertido en un vórtice sin sentido, lleno de odio y rencor, de banales gestos y una superficial diversión que sólo enmascaraba por unas horas lo vacuo de su mundo. Solamente en el trabajo lograba calmarse. Era en esos momentos cuando su alrededor se detenía, todo ocupaba su lugar y se mostraba nítido. Tan sólo sumergiéndose en sus labores lo había conseguido, hasta aquella noche.
Si desviaba su mirada, ahí estaba, el paisaje arrancaba de nuevo y todo se tornaba borroso. Pero allí, inmerso en el verdor de su mirada, todo dejaba de girar. Su mente se despejaba, así como su visión. Todo se hacía claro bajo sus ojos, aun cuando estos parecían encontrarse bajo el embrujo de la fugacidad del momento. Quería hablarle, quería decirle cómo se llamaba y por qué había mentido en ello. Quería preguntarle a ella su verdadero nombre y acabar con el aroma tan perecedero que envolvía a sus cuerpos. Quería asirla firmemente, agarrarla entre sus brazos para no dejarla ir jamás, pero sabía que sería un esfuerzo tan vano como el intentar atrapar una palabra o una sonrisa. Temía, además, que si apartaba de ellos ese aura, si tiraba de ella hacia abajo, hacia la realidad del mundo, todo acabara tan bruscamente como había comenzado. Por eso no dijo nada, se forzó a ello, dirigiendo sus labios a otros menesteres.
Besó cada rincón de su cuello, cada resquicio de sus hombros, apartando tela y cabellos conforme recorría tan dulce camino. Su piel se mostraba cálida bajo sus labios, pese a lo mojada que aún permanecía. Era su suavidad lo que parecía haberlo sellado a ella, no pudiendo recuperar el control de su lengua hasta que no se hubo saciado con su dulzor.
La miró a los ojos de nuevo, mostrándole una sonrisa tan natural y sincera como si la conociera desde hace años. Y por un momento, el tiempo que pudo resistir sin volver a paladear el almíbar de su piel, le pareció que era cierto. Sayuri y Mugen se habían criado juntos, habían jugado por las calles del Seireitei desde que tenían uso de razón. Habían crecido viéndose a diario. Sus personalidades se habían forjado al mismo tiempo, y en cierto modo dependían la una de la otra. Eran así, y no de otra manera, porque habían compartido una vida. Sólo así se podría explicar la facilidad con la que ahora Mugen la miraba, firme y sin vacilar. La confianza con la que sus labios se deslizaban sobre los de ella. La firmeza con la que la acercaba hacia sí.
Esa sensación agitó la columna de Mugen por un instante, en un pasajero escalofrío. Porque nada de aquello era cierto, aun cuando sus gestos y acciones dijeran lo opuesto. Aun cuando la mirada que se clavaba en sus dorados ojos indicara que así fuera. Aun cuando esa sala, aquel momento y el vibrar de esos dos cuerpos gritaran lo contrario.
Despejó su mente, por enésima vez en esa noche, cediendo al deseo. No había cabida ahora para las dudas, ni en su mente ni en su cuerpo, por lo que la primera cedió el control al segundo, acomodándose para degustar cada matiz del viaje.
Sus manos se movieron ágiles, prestas a situarse en la cintura de Sayuri y atenazarlas con dulzura. La elevó con gran facilidad, la misma que usó para abrir hueco con su mentón entre sus cabellos y las vestimentas que aún cubrieran su camino. Despejó el camino a su boca, que volvió a hendirse en el arco de su clavícula, aunque pronto quedara tras. Ella seguía alzándose hacia el cielo, mientras los labios de Mugen continuaban besándola. Su cuello quedó arriba, pudiendo centrarse por un instante en la antesala a sus pechos. Estos llegaron, en la continua pero lenta ascensión de su cuerpo. Él los rodeó, esquivando furtivamente su atención, dejando entrever el pequeño brillo de su dentadura en una traviesa mueca de cuando en cuando. Los besó de repente, con suavidad, como si acabara de reparar en ellos. Los rodeó con sus labios, deteniéndose a placer cuando su ávida lengua se lo comandaba. Y se habría quedado a vivir en la voluptuosidad de sus senos, claro que sí, pero Sayuri seguía avanzando impávida hacia los cielos y con ella, Mugen continuaba su camino hacia su propio encumbramiento. Fue entonces, en el momento en que su lengua se ancló en la oquedad del perlado ombligo de ella, cuando la ascensión terminó y la caída libre dio comienzo.
Sus brazos se situaron hábilmente en su baja espalda, apoyando ésta sobre sus antebrazos para hacerla descender tan suave y sosegadamente como había se había elevado. Esta vez su cabeza acompañaba al delicado cuerpo de Sayuri, por los que sus labios podían detenerse y explorar la zona, moviéndose hacia los lados y ordenando a los dientes que tantearan el terreno de tanto en tanto. Mugen la posó sobre el piso con deferencia, tan calmadamente que le llevo su buen tiempo. Aunque nada importaba, mientras sus labios continuaran saboreándola, sus movimientos podrían demorarse décadas.
Pausó su festín un instante, como tomándose un respiro para afrontar con el debido temple el dulce bocado que le auguraba. Aprovechó para mirarla y contemplar también los efectos que sus movimientos habían despertado en Sayuri. Sus manos se liberaron de su espalda y recorrieron sus costados mientras él procuraba no desviar su mirada de los labios y ojos de ella. Aunque se antojaba una hazaña difícil. Pero disfrutaba con aquello tanto como catando cada resquicio de su piel. Mientras jugaba con su boca, la respiración entrecortada y acelerada de ella había supuesto la banda sonora perfecta para su pequeño viaje. Ahora trataba de hacer como si nada pretendiera, moviendo sus manos quedamente mientras la observaba. Parecía no prestar atención a esas partes de su cuerpo que la acariciaban, que se detenían bajo sus senos, rodeándolos luego. Que descendían bruscamente para frenarse en seco ante las fronteras de su sexo.
Tanto se recreó en ello, que se dispuso a reprimir un poco más su deseo en pos de aumentar el de ella. Con ese fin, hincó sus dientes en la cara interna de uno de sus muslos, sólo un instante. Rápidamente, volvió de ahí a su boca y la besó. Quería comprobar la excitación que había evocado tal gesto antes de continuar. Es más, ¿por qué tenía que continuar? Si continuaba, aquella noche, esa noche entre tantas noches, llegaría a su fin. “¿Por qué tiene que acabar”, pensó. Y con ello volvió ese agridulce sentimiento.
“Y si ella fuera la que… ¿por qué dejarla ir?”
Por enésima vez, más una, despejó su mente y la dejó desparramarse sobre los besos de ella, cediéndole momentáneamente el control de su cuerpo. Y de su vida, si así ella se lo hubiera pedido en aquel preciso instante.
Esa precisa noche, entre tantas otras, había jugado, pero no recordaba cuánto había perdido. Había bebido, pero la embriaguez lo había abandonado de golpe hacía ya tiempo. Había luchado, pero los moratones no palpitaban ni dolían, como los de otras noches. El agua sobre sus hombros parecía cálida, en consonancia con el resto de su cuerpo, aunque la habitación permaneciera aún fría.
Y el interior de la casa brillaba de manera antinatural.
Buscó con la mirada perdida, intentando hallar la fuente de tan rara luz, hasta que sus pupilas se encogieron al clavarlas sobre las de ella. El entorno se enaltecía bajo su sencilla presencia: la sobriedad dejaba paso a la majestuosidad. La mujer frente a sí, a diferencia de tantas otras, había robado sus palabras, siempre prestas, con aquel beso. No había más juegos que el que sus ojos marcaban: la escena estaba escrita y ella era su autora.
Conocía a la perfección el origen de la estampida que recorría su pecho. Incluso podría ser el motivo de que aquella noche, entre tantas otras, resultara tan conmovedoramente especial. Sentía algo distinto, algo esclarecedor, algo que con cuidados, agua y sol, podría echar fácilmente raíces. Pero sabía, desde el momento en que ocultó su verdadero nombre, que no volvería a verla jamás. Lo efímero de una sensación tan extrañamente profunda, ese era el motivo del tambor incansable que retumbaba dentro de sí.
Y ella habló, aunque a oídos de Mugen sonara como un encantamiento que lo hizo asentir casi al instante. Con su asertivo ademán, todo rastro de duda se esfumó, perdiéndose en la infinidad del húmedo aire al ritmo del traqueteo de la lluvia. Con ella, su mente se volatilizó también, embaucada por el susurro de la ropa al caer.
Su vida se había convertido en un vórtice sin sentido, lleno de odio y rencor, de banales gestos y una superficial diversión que sólo enmascaraba por unas horas lo vacuo de su mundo. Solamente en el trabajo lograba calmarse. Era en esos momentos cuando su alrededor se detenía, todo ocupaba su lugar y se mostraba nítido. Tan sólo sumergiéndose en sus labores lo había conseguido, hasta aquella noche.
Si desviaba su mirada, ahí estaba, el paisaje arrancaba de nuevo y todo se tornaba borroso. Pero allí, inmerso en el verdor de su mirada, todo dejaba de girar. Su mente se despejaba, así como su visión. Todo se hacía claro bajo sus ojos, aun cuando estos parecían encontrarse bajo el embrujo de la fugacidad del momento. Quería hablarle, quería decirle cómo se llamaba y por qué había mentido en ello. Quería preguntarle a ella su verdadero nombre y acabar con el aroma tan perecedero que envolvía a sus cuerpos. Quería asirla firmemente, agarrarla entre sus brazos para no dejarla ir jamás, pero sabía que sería un esfuerzo tan vano como el intentar atrapar una palabra o una sonrisa. Temía, además, que si apartaba de ellos ese aura, si tiraba de ella hacia abajo, hacia la realidad del mundo, todo acabara tan bruscamente como había comenzado. Por eso no dijo nada, se forzó a ello, dirigiendo sus labios a otros menesteres.
Besó cada rincón de su cuello, cada resquicio de sus hombros, apartando tela y cabellos conforme recorría tan dulce camino. Su piel se mostraba cálida bajo sus labios, pese a lo mojada que aún permanecía. Era su suavidad lo que parecía haberlo sellado a ella, no pudiendo recuperar el control de su lengua hasta que no se hubo saciado con su dulzor.
La miró a los ojos de nuevo, mostrándole una sonrisa tan natural y sincera como si la conociera desde hace años. Y por un momento, el tiempo que pudo resistir sin volver a paladear el almíbar de su piel, le pareció que era cierto. Sayuri y Mugen se habían criado juntos, habían jugado por las calles del Seireitei desde que tenían uso de razón. Habían crecido viéndose a diario. Sus personalidades se habían forjado al mismo tiempo, y en cierto modo dependían la una de la otra. Eran así, y no de otra manera, porque habían compartido una vida. Sólo así se podría explicar la facilidad con la que ahora Mugen la miraba, firme y sin vacilar. La confianza con la que sus labios se deslizaban sobre los de ella. La firmeza con la que la acercaba hacia sí.
Esa sensación agitó la columna de Mugen por un instante, en un pasajero escalofrío. Porque nada de aquello era cierto, aun cuando sus gestos y acciones dijeran lo opuesto. Aun cuando la mirada que se clavaba en sus dorados ojos indicara que así fuera. Aun cuando esa sala, aquel momento y el vibrar de esos dos cuerpos gritaran lo contrario.
Despejó su mente, por enésima vez en esa noche, cediendo al deseo. No había cabida ahora para las dudas, ni en su mente ni en su cuerpo, por lo que la primera cedió el control al segundo, acomodándose para degustar cada matiz del viaje.
Sus manos se movieron ágiles, prestas a situarse en la cintura de Sayuri y atenazarlas con dulzura. La elevó con gran facilidad, la misma que usó para abrir hueco con su mentón entre sus cabellos y las vestimentas que aún cubrieran su camino. Despejó el camino a su boca, que volvió a hendirse en el arco de su clavícula, aunque pronto quedara tras. Ella seguía alzándose hacia el cielo, mientras los labios de Mugen continuaban besándola. Su cuello quedó arriba, pudiendo centrarse por un instante en la antesala a sus pechos. Estos llegaron, en la continua pero lenta ascensión de su cuerpo. Él los rodeó, esquivando furtivamente su atención, dejando entrever el pequeño brillo de su dentadura en una traviesa mueca de cuando en cuando. Los besó de repente, con suavidad, como si acabara de reparar en ellos. Los rodeó con sus labios, deteniéndose a placer cuando su ávida lengua se lo comandaba. Y se habría quedado a vivir en la voluptuosidad de sus senos, claro que sí, pero Sayuri seguía avanzando impávida hacia los cielos y con ella, Mugen continuaba su camino hacia su propio encumbramiento. Fue entonces, en el momento en que su lengua se ancló en la oquedad del perlado ombligo de ella, cuando la ascensión terminó y la caída libre dio comienzo.
Sus brazos se situaron hábilmente en su baja espalda, apoyando ésta sobre sus antebrazos para hacerla descender tan suave y sosegadamente como había se había elevado. Esta vez su cabeza acompañaba al delicado cuerpo de Sayuri, por los que sus labios podían detenerse y explorar la zona, moviéndose hacia los lados y ordenando a los dientes que tantearan el terreno de tanto en tanto. Mugen la posó sobre el piso con deferencia, tan calmadamente que le llevo su buen tiempo. Aunque nada importaba, mientras sus labios continuaran saboreándola, sus movimientos podrían demorarse décadas.
Pausó su festín un instante, como tomándose un respiro para afrontar con el debido temple el dulce bocado que le auguraba. Aprovechó para mirarla y contemplar también los efectos que sus movimientos habían despertado en Sayuri. Sus manos se liberaron de su espalda y recorrieron sus costados mientras él procuraba no desviar su mirada de los labios y ojos de ella. Aunque se antojaba una hazaña difícil. Pero disfrutaba con aquello tanto como catando cada resquicio de su piel. Mientras jugaba con su boca, la respiración entrecortada y acelerada de ella había supuesto la banda sonora perfecta para su pequeño viaje. Ahora trataba de hacer como si nada pretendiera, moviendo sus manos quedamente mientras la observaba. Parecía no prestar atención a esas partes de su cuerpo que la acariciaban, que se detenían bajo sus senos, rodeándolos luego. Que descendían bruscamente para frenarse en seco ante las fronteras de su sexo.
Tanto se recreó en ello, que se dispuso a reprimir un poco más su deseo en pos de aumentar el de ella. Con ese fin, hincó sus dientes en la cara interna de uno de sus muslos, sólo un instante. Rápidamente, volvió de ahí a su boca y la besó. Quería comprobar la excitación que había evocado tal gesto antes de continuar. Es más, ¿por qué tenía que continuar? Si continuaba, aquella noche, esa noche entre tantas noches, llegaría a su fin. “¿Por qué tiene que acabar”, pensó. Y con ello volvió ese agridulce sentimiento.
“Y si ella fuera la que… ¿por qué dejarla ir?”
Por enésima vez, más una, despejó su mente y la dejó desparramarse sobre los besos de ella, cediéndole momentáneamente el control de su cuerpo. Y de su vida, si así ella se lo hubiera pedido en aquel preciso instante.
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