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Una mañana con Chris
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Una mañana con Chris
La noche anterior había salido de caza. Durante interminables horas había perseguido a un grupo de hollows de un poder medianamente aceptable para entretenerle. Los había acorralado uno por uno y los había ido destruyendo sin prisa, aspirando su poder, que aunque no era mucho, algo era. Era muy curioso, cuando él mismo vagaba por el desierto, ese tipo de trifulcas estaban reñidas, tenía que invertir demasiado tiempo y esfuerzo para obtener solo unas pocas presas. Ahora era capaz de matar sin despeinarse y los oponentes caían como moscas a sus pies. Esto le hacía sentirse poderoso y no podía evitar reír como un demente, durante largo rato. Esta vez ocurrió lo mismo y cuando ya despuntaba el alba, todo manchado de sangre, encaminó sus pasos al Amanecer. Penetró en los blancos pasillos, dejando un reguero carmesí allí por donde pisaba, y por fin se personó en las dependencias de la Sexta Sección.
Con paso firme se dirigió hasta uno de los baños de la sala común y abrió el grifo de una de las duchas que había adosadas a la pared y de fue despojando de todo lo que llevaba puesto: la espada, el pañuelo del cuello, la chaqueta, las botas, el chaleco, la camisa con chorreras, el pantalón y finalmente la ropa interior. Se metió en la ducha y dejó que el agua, cálida y reparadora, se desparramara por su cuerpo como una caricia. Se empapó el pelo, abriéndolo con los dedos y apoyó la mano en la pared de azulejos, permitiendo que la sangre de sus enemigos desapareciese por el desagüe. Aunque estaba un poco entumecido por la noche en blanco, mentiría si no os dijera que se sentía reconfortado. Salir a cazar seguía siendo algo apasionante, vital para él. Le gustaba, y por eso se relajó y cerró los ojos un rato, con la sonrisa pintada en el rostro. Permaneció así durante más de un minutó y continuación se lavó el cabello oscuro y se enjabonó. El aclarado fue breve y acto seguido salió de la ducha con una toalla azul marina alrededor de la cintura. De cuatro pasos se coló en sus habitaciones privadas y se vistió frente a un espejo de cuerpo entero que tenía junto a la enorme cama donde dormía. Cuando se colocaba el pañuelo, por un segundo acarició el hueco en su cuello. A pesar de aquel gesto melancólico, sus pensamientos fueron de índole optimista: “no hay nada que se me dé mejor” y terminó el nudo. La espada volvió también a su cinto.
Tras peinar su lacio cabello castaño se sirvió una copa de vino y tomó asiento en uno de los puffs de la sala, disfrutando del tacto del cristal en los dedos. Parecía no haber nadie más en la sección. Seguramente la señora Okami estaría reunida y Folk habría salido a hacer algún recado. El resto, ni tenía idea de donde estaban ni le importaba, no eran tan interesantes. Se estiró como un gato y terminó por consumir el caldo que tenía frente a sí. Se sentía extrañamente inquieto y como no tenía nada mejor que hacer, decidió pasear por el edificio donde tenían su base los arrancars, quizás hubiera algo interesante que hacer por ahí. Aunque lo cierto es que lo dudaba. Los seres que se reunían allí no solían ser demasiado divertidos, mucho menos para alguien como Chris, entendía la diversión de un modo “especial”. No se le daba bien la gente y la gente no estaba interesa en él, solo las chicas. Pero con ellas no tenía que pasar demasiado tiempo, no tenía porqué hablarles. Se levantó las solapas de la ropa con cierta picardía, estaría bien encontrarse con una voluptuosa arrancar dispuesta a darle un poco de movimiento a sus caderas. Le apetecía. Pero le daba que no iba a suceder.
Estaba empezando a aburrirse de no hacer nada, ¿cómo era posible haber tenido una noche tan entretenida y de pronto encontrarse con aquel fiasco de día? Tal vez lo mejor fuera echarse a dormir o cogerse una buena cogorza. Pero lo cierto era que, pese a la noche en blanco, no estaba cansado y tampoco le apetecía beber una copa de vino tras otra hasta caer en coma. Se bajó los cuellos de la chaqueta (no iba a haber romance, desgraciadamente) y suspiró, no se veía a nadie por allí, así que, aunque no le apeteciese, iba a tener que volver al cuartel general. Pero no tuvo tiempo, pronto su fino oído captó algo al final del corredor. El mosquetero se volvió y pudo vislumbrar el uniforme blanco de un arrancar. Espero que fuera quien fuese no tratase de arrancarle más palabras de las necesarias. Aunque quisiera algo de acción tampoco estaba dispuesto a aguantar a chistoso alguno. Chasqueó la lengua y esperó. Tenía mucha curiosidad por saber de quien se trataba. Si era alguien a quien no estaba dispuesto a tolerar llevaría a cabo su segunda y casi desechada opción: largarse por donde había venido y olvidarse de todo.
Con paso firme se dirigió hasta uno de los baños de la sala común y abrió el grifo de una de las duchas que había adosadas a la pared y de fue despojando de todo lo que llevaba puesto: la espada, el pañuelo del cuello, la chaqueta, las botas, el chaleco, la camisa con chorreras, el pantalón y finalmente la ropa interior. Se metió en la ducha y dejó que el agua, cálida y reparadora, se desparramara por su cuerpo como una caricia. Se empapó el pelo, abriéndolo con los dedos y apoyó la mano en la pared de azulejos, permitiendo que la sangre de sus enemigos desapareciese por el desagüe. Aunque estaba un poco entumecido por la noche en blanco, mentiría si no os dijera que se sentía reconfortado. Salir a cazar seguía siendo algo apasionante, vital para él. Le gustaba, y por eso se relajó y cerró los ojos un rato, con la sonrisa pintada en el rostro. Permaneció así durante más de un minutó y continuación se lavó el cabello oscuro y se enjabonó. El aclarado fue breve y acto seguido salió de la ducha con una toalla azul marina alrededor de la cintura. De cuatro pasos se coló en sus habitaciones privadas y se vistió frente a un espejo de cuerpo entero que tenía junto a la enorme cama donde dormía. Cuando se colocaba el pañuelo, por un segundo acarició el hueco en su cuello. A pesar de aquel gesto melancólico, sus pensamientos fueron de índole optimista: “no hay nada que se me dé mejor” y terminó el nudo. La espada volvió también a su cinto.
Tras peinar su lacio cabello castaño se sirvió una copa de vino y tomó asiento en uno de los puffs de la sala, disfrutando del tacto del cristal en los dedos. Parecía no haber nadie más en la sección. Seguramente la señora Okami estaría reunida y Folk habría salido a hacer algún recado. El resto, ni tenía idea de donde estaban ni le importaba, no eran tan interesantes. Se estiró como un gato y terminó por consumir el caldo que tenía frente a sí. Se sentía extrañamente inquieto y como no tenía nada mejor que hacer, decidió pasear por el edificio donde tenían su base los arrancars, quizás hubiera algo interesante que hacer por ahí. Aunque lo cierto es que lo dudaba. Los seres que se reunían allí no solían ser demasiado divertidos, mucho menos para alguien como Chris, entendía la diversión de un modo “especial”. No se le daba bien la gente y la gente no estaba interesa en él, solo las chicas. Pero con ellas no tenía que pasar demasiado tiempo, no tenía porqué hablarles. Se levantó las solapas de la ropa con cierta picardía, estaría bien encontrarse con una voluptuosa arrancar dispuesta a darle un poco de movimiento a sus caderas. Le apetecía. Pero le daba que no iba a suceder.
Estaba empezando a aburrirse de no hacer nada, ¿cómo era posible haber tenido una noche tan entretenida y de pronto encontrarse con aquel fiasco de día? Tal vez lo mejor fuera echarse a dormir o cogerse una buena cogorza. Pero lo cierto era que, pese a la noche en blanco, no estaba cansado y tampoco le apetecía beber una copa de vino tras otra hasta caer en coma. Se bajó los cuellos de la chaqueta (no iba a haber romance, desgraciadamente) y suspiró, no se veía a nadie por allí, así que, aunque no le apeteciese, iba a tener que volver al cuartel general. Pero no tuvo tiempo, pronto su fino oído captó algo al final del corredor. El mosquetero se volvió y pudo vislumbrar el uniforme blanco de un arrancar. Espero que fuera quien fuese no tratase de arrancarle más palabras de las necesarias. Aunque quisiera algo de acción tampoco estaba dispuesto a aguantar a chistoso alguno. Chasqueó la lengua y esperó. Tenía mucha curiosidad por saber de quien se trataba. Si era alguien a quien no estaba dispuesto a tolerar llevaría a cabo su segunda y casi desechada opción: largarse por donde había venido y olvidarse de todo.
Chris Renoir- Post : 144
Edad : 40
Re: Una mañana con Chris
Ahh, lánguida pereza, parsimoniosa y petulante que visitas cada triste amanecer con tus rayos tímidos, intentando en vano que mis apreciaciones cambien y sonría, cual dulce chiquilla, ingenua en su juventud; por tu mera llegada. Mas no será así, dulce pereza. Oirás como mis pies descalzos caminan indolentes por las frías baldosas alejándome de tu insufrible presencia... , pensaba Ayame, cual poesía esbozada en su cabeza, mientras recorría los silenciosos pasillos del Amanecer.
Despertaba con las primeras luces de la mañana. Deseosa de poder hacer algo de utilidad durante las interminables horas del día. Cuan complicado le resultaba tanta inactividad, tanto tiempo perdido en lánguidas horas cuando sentía que jamás pasó por algo semejante. Cada mañana despertaba dispuesta a hacer algo, pero el silencio de una sección vacia la apesadumbraba hasta hacerla escapar de ese insidioso tedio, lastrante y amortajado. En sus huidas, había descubierto pequeños rincones que la inspiraban a cantar, a tocar sus apreciados instrumentos y a jugar con todo el ingenuo que se dejaba seducir por sus melodias. Era una araña tejiendo su fina seda perlada de gotas de rocío.
Esa mañana, como todas las demás, se había vestido con su impoluto kimono blanco, cuyo obi, plaetado y nego, resaltaba por encima de su lechosa blancura; sus cabellos caían como una cascada sobre sus hombros y su espalda, brillantes y sedosos. Ponía especial tesón en su cepillado, le gustaba verlo lustroso y suave. Habia puesto un poco de color en sus pálidas mejillas y resaltado sus ojos con un poco de negro. Aunque pulcra en sus decisiones, mostraba un impecable gusto y una intachable coherencia en sus ademas y maneras de vestir. Llevaba a cuestas su shamisen, lacado y oscuro como la noche, como la más pesada carga del mundo; a su costado, su zampakutou igual de pálida y coqueta. Sus pasos, meticulosos formaban una rítmica melodía de golpecitos y ecos acompasados por la resonancia del amplio pasillo.
Estaba tan aburrida... No sabía como iba a pasar aquella larga mañana.
-Oh, avatar de luces alasbastrinas, cuan pesadas me resultáis ante la eterna promesa de ésta insufrible lacra, que me amortaja a cada paso. Sois la pesarosa advenencia de un promesa dada por un mentiroso postor, que ha jugado y perdido sus palabras contra un insondable caballero. Un vulgar reproche en mitad de un silencio nacarado por el sol que resuena como el tronco de bambú al ser abandonado por su palido amante y rompe contra la fría roca... Hastío... -musitaba Ayame dirigiendo sus pasos por el interminable pasillo-. Cuan férreo e inflexible te muestras en esta pálida mañana...
No se percató de la figura que se vislumbraba al otro lado del pasillo. Consciente de que había estado hablando sola, pese a sus susurrados murmullos, no pudo más que sonrojarse. Un pálido rojo acudió a sus mejillas mientras trataba en vano de ocultarse tras sus manos, ya ocupadas por el pesado shamisen. Bajó la vista, turbada. Sus ojos reposaron unos instantes sobre las losas del suelo, antes de alzarse bajo sus densas y oscuras pestañas, en una mirada tímida y comedida.
OFF: espero que no te importe que entre; es que tengo a Ayame olvidadísima y como no habías espedificado si el tema va para alguien, me tomé la libertad de entrar.
Despertaba con las primeras luces de la mañana. Deseosa de poder hacer algo de utilidad durante las interminables horas del día. Cuan complicado le resultaba tanta inactividad, tanto tiempo perdido en lánguidas horas cuando sentía que jamás pasó por algo semejante. Cada mañana despertaba dispuesta a hacer algo, pero el silencio de una sección vacia la apesadumbraba hasta hacerla escapar de ese insidioso tedio, lastrante y amortajado. En sus huidas, había descubierto pequeños rincones que la inspiraban a cantar, a tocar sus apreciados instrumentos y a jugar con todo el ingenuo que se dejaba seducir por sus melodias. Era una araña tejiendo su fina seda perlada de gotas de rocío.
Esa mañana, como todas las demás, se había vestido con su impoluto kimono blanco, cuyo obi, plaetado y nego, resaltaba por encima de su lechosa blancura; sus cabellos caían como una cascada sobre sus hombros y su espalda, brillantes y sedosos. Ponía especial tesón en su cepillado, le gustaba verlo lustroso y suave. Habia puesto un poco de color en sus pálidas mejillas y resaltado sus ojos con un poco de negro. Aunque pulcra en sus decisiones, mostraba un impecable gusto y una intachable coherencia en sus ademas y maneras de vestir. Llevaba a cuestas su shamisen, lacado y oscuro como la noche, como la más pesada carga del mundo; a su costado, su zampakutou igual de pálida y coqueta. Sus pasos, meticulosos formaban una rítmica melodía de golpecitos y ecos acompasados por la resonancia del amplio pasillo.
Estaba tan aburrida... No sabía como iba a pasar aquella larga mañana.
-Oh, avatar de luces alasbastrinas, cuan pesadas me resultáis ante la eterna promesa de ésta insufrible lacra, que me amortaja a cada paso. Sois la pesarosa advenencia de un promesa dada por un mentiroso postor, que ha jugado y perdido sus palabras contra un insondable caballero. Un vulgar reproche en mitad de un silencio nacarado por el sol que resuena como el tronco de bambú al ser abandonado por su palido amante y rompe contra la fría roca... Hastío... -musitaba Ayame dirigiendo sus pasos por el interminable pasillo-. Cuan férreo e inflexible te muestras en esta pálida mañana...
No se percató de la figura que se vislumbraba al otro lado del pasillo. Consciente de que había estado hablando sola, pese a sus susurrados murmullos, no pudo más que sonrojarse. Un pálido rojo acudió a sus mejillas mientras trataba en vano de ocultarse tras sus manos, ya ocupadas por el pesado shamisen. Bajó la vista, turbada. Sus ojos reposaron unos instantes sobre las losas del suelo, antes de alzarse bajo sus densas y oscuras pestañas, en una mirada tímida y comedida.
OFF: espero que no te importe que entre; es que tengo a Ayame olvidadísima y como no habías espedificado si el tema va para alguien, me tomé la libertad de entrar.
Ayame- Post : 28
Edad : 35
Re: Una mañana con Chris
[FDI: Encantadísimo. Seguro que nos queda algo chulo.]
Vaya, vaya, así que finalmente había aparecido alguien, y le parecía una persona de lo más adecuada: era un hermoso pajarito con piel de porcelana y cabello de seda plateada, era mucho mejor de lo que podría haber esperado. La vio llegar desde el otro lado del pasillo y escuchó su voz, suave y hermosa, entretenida en componer un poema. Aquello chocó a Chris, la verdad, no estaba acostumbrado a semejante comportamiento. Él solo hablaba cuando era estrictamente necesario, cuando Folk no le sacaba del aprieto, y había quien lo hacía aunque no hubiera nadie que le escuchase. O eso es lo que pensó aquella fina muñeca, porque cuando al fin posó los ojos en el guapo mosquetero, pareció turbada, tímida como una ardillita. Como si fuera a romperse de la misma impresión, pero en lugar de eso, un delicioso rubor cubrió sus nacaradas mejillas e intentó ocultarlo con sus manos, de dedos largos y delicados, y que a su vez sostenían un hermoso instrumento de cuerda. Pasados aquellos interminables minutos aún no se atrevió a mirar a la Fracción de la Sexta Sección, prefirió el suelo y solo entonces, a través de las densas y cuidadas pestañas, que se asemejaban a las alas de una mariposa, clavó sus ojos de aquel peculiar azul plateado en los sobrenaturales verdes de Chris.
Por unos segundos, ninguno dijo nada, nadie se movió, ni siquiera el aire que los rodeaba, se contentaron con observarse mutuamente, con hacer un análisis de la persona que había al otro lado del corredor, como si ninguno de los dos se atreviese a dar el primer paso para encontrarse. El antiguo asesino de la Francia Revolucionaria era todo un caballero, al menos con las damas. Aunque, teniendo en cuenta su historial, se cansaba pronto de ellas. Además que, desde que había renacido como la criatura poderosa que ahora era, no tenía demasiada paciencia. Si tenéis cierto conocimiento de algo que ocurrió en el que también participaron Carolyn, Alexander Folk y una botella de vino me imagino que sabréis bien lo que quiero decir. Aunque en realidad, nunca había seducido a una hembra de aquel estilo: una delicada flor en medio de la nieve con hermosas pestañas de terciopelo. Solían irle más las mujeres más guerreras, más voluptuosas y sedientas de aquello que él podía ofrecerles, que por alguna extraña razón se creyeran tener el poder cuando era él quien mandaba desde el minuto cero. Debía reconocer que había habido una única excepción, aunque llamar conquista a Marguerite era cualquier cosa, menos adecuado. Frunció el ceño imperceptiblemente, a veces se preguntaba como era posible que recordase tanto de su vida en la tierra, pero siempre se contestaba lo mismo: “el pasado, aunque en la mente, está de más, yo soy Chris Renoir, un arrancar asesino y vicioso”.
Volviendo al tema de la chica, sería divertido, por una vez en la vida… innovar. Sobre todo aquel día, que se presentaba muy aburrido y ahora de pronto se abrían miles de posibilidades. En sus buenos tiempos, antes de perder la lengua en París, hubiera tenido suficiente con dos palabras, con su sonrisa de chico malo y sus labios torcidos. Después de eso tuvo que aprender a hacer las cosas de otra manera, y ahora… podía hacer lo que le viniese en gana, cualquier cosa. Quizás jugase con la idea de “reto”, aquella muchacha, pese a ser tan arrancar como él, parecía delicada, incluso pura. Pervertir a una belleza de ese tipo podía ser muy divertido, tanto que ya empezaba a pensar en las posibilidades que se le abrirían. Acababa de decidirlo. Aunque conociendo a Chris y sus extraños estados de ánimo, era posible que cuando la viera de cerca o la oliese (os recuerdo que este chico es un felino de los pies a la cabeza) dejase el asunto a medias. O simplemente se cansase de esperar resultados, solía pasar. Pero eso no podía decirlo ahora. No cuando el sonido de sus botas sobre el suelo del pasillo lo acercaba poco a poco ante aquella chica que sostenía sobre su pecho el shamisen, como si tuviera miedo que alguien se lo arrebatase. A decir verdad no sería él quien se lo robase, el mosquetero estaba más interesado por lo que había debajo del níveo kimono que por lo que la chica hubiera decidido colocar sobre él. Con este lascivo pensamiento en mente se colocó frente a ella, aún lo bastante lejos como para no intimidarle, pero si lo suficientemente próximo como para poder deleitarse con el aroma de aquella mujer y con el suave aleteo de sus pestañas hechiceras. Esa muñequita, con aquel toque de virginidad, de inocencia, le entusiasmaba. Como no pensaba dar su nombre al menos de momento, gajes del oficio, realizó una reverencia, con la mano sobre el pecho, sin dejar de observarla a ella, que desnuda sobre su cama debía estar… deliciosa.
Vaya, vaya, así que finalmente había aparecido alguien, y le parecía una persona de lo más adecuada: era un hermoso pajarito con piel de porcelana y cabello de seda plateada, era mucho mejor de lo que podría haber esperado. La vio llegar desde el otro lado del pasillo y escuchó su voz, suave y hermosa, entretenida en componer un poema. Aquello chocó a Chris, la verdad, no estaba acostumbrado a semejante comportamiento. Él solo hablaba cuando era estrictamente necesario, cuando Folk no le sacaba del aprieto, y había quien lo hacía aunque no hubiera nadie que le escuchase. O eso es lo que pensó aquella fina muñeca, porque cuando al fin posó los ojos en el guapo mosquetero, pareció turbada, tímida como una ardillita. Como si fuera a romperse de la misma impresión, pero en lugar de eso, un delicioso rubor cubrió sus nacaradas mejillas e intentó ocultarlo con sus manos, de dedos largos y delicados, y que a su vez sostenían un hermoso instrumento de cuerda. Pasados aquellos interminables minutos aún no se atrevió a mirar a la Fracción de la Sexta Sección, prefirió el suelo y solo entonces, a través de las densas y cuidadas pestañas, que se asemejaban a las alas de una mariposa, clavó sus ojos de aquel peculiar azul plateado en los sobrenaturales verdes de Chris.
Por unos segundos, ninguno dijo nada, nadie se movió, ni siquiera el aire que los rodeaba, se contentaron con observarse mutuamente, con hacer un análisis de la persona que había al otro lado del corredor, como si ninguno de los dos se atreviese a dar el primer paso para encontrarse. El antiguo asesino de la Francia Revolucionaria era todo un caballero, al menos con las damas. Aunque, teniendo en cuenta su historial, se cansaba pronto de ellas. Además que, desde que había renacido como la criatura poderosa que ahora era, no tenía demasiada paciencia. Si tenéis cierto conocimiento de algo que ocurrió en el que también participaron Carolyn, Alexander Folk y una botella de vino me imagino que sabréis bien lo que quiero decir. Aunque en realidad, nunca había seducido a una hembra de aquel estilo: una delicada flor en medio de la nieve con hermosas pestañas de terciopelo. Solían irle más las mujeres más guerreras, más voluptuosas y sedientas de aquello que él podía ofrecerles, que por alguna extraña razón se creyeran tener el poder cuando era él quien mandaba desde el minuto cero. Debía reconocer que había habido una única excepción, aunque llamar conquista a Marguerite era cualquier cosa, menos adecuado. Frunció el ceño imperceptiblemente, a veces se preguntaba como era posible que recordase tanto de su vida en la tierra, pero siempre se contestaba lo mismo: “el pasado, aunque en la mente, está de más, yo soy Chris Renoir, un arrancar asesino y vicioso”.
Volviendo al tema de la chica, sería divertido, por una vez en la vida… innovar. Sobre todo aquel día, que se presentaba muy aburrido y ahora de pronto se abrían miles de posibilidades. En sus buenos tiempos, antes de perder la lengua en París, hubiera tenido suficiente con dos palabras, con su sonrisa de chico malo y sus labios torcidos. Después de eso tuvo que aprender a hacer las cosas de otra manera, y ahora… podía hacer lo que le viniese en gana, cualquier cosa. Quizás jugase con la idea de “reto”, aquella muchacha, pese a ser tan arrancar como él, parecía delicada, incluso pura. Pervertir a una belleza de ese tipo podía ser muy divertido, tanto que ya empezaba a pensar en las posibilidades que se le abrirían. Acababa de decidirlo. Aunque conociendo a Chris y sus extraños estados de ánimo, era posible que cuando la viera de cerca o la oliese (os recuerdo que este chico es un felino de los pies a la cabeza) dejase el asunto a medias. O simplemente se cansase de esperar resultados, solía pasar. Pero eso no podía decirlo ahora. No cuando el sonido de sus botas sobre el suelo del pasillo lo acercaba poco a poco ante aquella chica que sostenía sobre su pecho el shamisen, como si tuviera miedo que alguien se lo arrebatase. A decir verdad no sería él quien se lo robase, el mosquetero estaba más interesado por lo que había debajo del níveo kimono que por lo que la chica hubiera decidido colocar sobre él. Con este lascivo pensamiento en mente se colocó frente a ella, aún lo bastante lejos como para no intimidarle, pero si lo suficientemente próximo como para poder deleitarse con el aroma de aquella mujer y con el suave aleteo de sus pestañas hechiceras. Esa muñequita, con aquel toque de virginidad, de inocencia, le entusiasmaba. Como no pensaba dar su nombre al menos de momento, gajes del oficio, realizó una reverencia, con la mano sobre el pecho, sin dejar de observarla a ella, que desnuda sobre su cama debía estar… deliciosa.
Chris Renoir- Post : 144
Edad : 40
Re: Una mañana con Chris
Sus pestañas aletearon con la gracia de un mariposa al sentirse agasajada por la silenciosa cortesía de aquel extraño arrancar, que sin enturbiar el aire con palabras innecesarias mostraba una galantería más que seductora. El suave rubor que engalanaba sus mejillas se intensificó fruto de aquel insperado, aunque no por ello menos embaucador. Ayame sabía muy bien lo que debía hacer, pues como una melodía mil veces cantada, sus acordes resonaban en el aire y le dictaban qué esperaban de ella. Cada persona era un mundo lleno de senderos torcidos que conformaban una encrucijada; sin embargo, todos los caminos terminaban en algún lugar por más que se necesitase andar por ellos. Cual métafora del ser, la pálida y frágil Ayame sabía que siempre era así; no importaba cuan complicada fuera la nota musical ni el orden en la pieza, que siempre tenía un porqué.
Con un laborioso aunque tímido movimiento, dejó que sus rodillas se dieran una suave caricia en un ademán de fragilidad aterradora, impregando en su cuerpo ese aire tentador de muñeca de porcelana. Inclinó su cuerpo en una reverencia, tímida y comedida. Su melena plateada cayó hacia delante como agua que rebosa de una abundante cántara, mientras dejaba en el aire la vaga promesa que ocultaba bajo su kimono al dejar vislumbrar la piel aterciopelada que cubría sus hombros y remarcaba su cuello de cisne. Sus brazos relajaron la tensión portando el shamisen, dando pie a un pequeño paso de agrado y cercanía; una ligera muestra de confianza para demostrar que podía ser una inocente cervatilla. De nuevo, dejó caer lánguida la mirada hacia el suelo no sin antes haber dibujado en sus labios una dulce sonrisa que trató de ocultar con la manga de sus ropajes.
A veces, el sutil juego de la cacería era cuestión de gustos, de perspectivas; habían hombres que preferían demostrar cual era su papel frente a una mujer, otros dejaban que ellas llevasen el control, pasivos y conformistas; a veces, topaba con hombres que buscaban una balanza equilibrada y otras, al cazador le gustaba pasar desapercibido; presentarse como una presa sin decir quien de los dos realmente lo era. La emoción de la incerteza, el amargo sabor del miedo antes de ver qué papel en el teatro llevaba cada uno y el éxtasis al ser devorado. Ayame esperaba cualquier cosa; era lo verdaderamente apetecible de toparse con alguien en mitad de la nada. Pero aquel joven... era más que un cazador, más que una presa; vaga y dificil de vislumbrar, era la promesa silenciosa de un fin insano. Pues, eran dos devoradores ansiosos por clavarse el diente. Rara vez Ayame lograba ver algo de su vida, de lo que una vez fue; sabía lo que debía saber pero sentir... Era algo que no entraba en sus patrones. Sin embargo, frente a aquel hombre sentía en todo su esplendor ansias; un hambre voraz por ver, descubrir que había tras ese silencio, saborear esa locura latente e incluso, estaba dispuesta a dejarse devorar si ello, la hacía despertar.
La suela de su sandalia resonó en el denso silencio en un eco delicado y quedo. Sus pies se movieron con pasitos cortos y acompasados hacia uno de los lados del cortés joven, quedándose una angustiosa y tentadora distancia de él; distancia más que suficiente para incitar la invitación a seguirla. Entre ellos había más de dos metros de separación, fría pero ambigua. La arrancar sabía que quien algo quería, debía ir a buscarlo sin importar qué hubiera de por medio. Miró de soslayo al joven, clavando sus ojos enormes ojos azules sobre aquel esmeralda reluciente, impregando el aire de aquella incierta promesa.
... soy poesía en un día de lluvia, cantada por las lágrimas de una diosa que llora; soy el sol reluciente que azota los desiertos y agrieta la piel de la tierra; soy el canto de una vida floreciente enel tiempo adverso... pensaba Ayame avanzando en lentos pasos alejándose del hombre.
-... soy ese dulce silencio que presagia la última caricia de la muerte... -susurró como el eco distante de un alma en pena que vaga sin rumbo, dejando tras de sí un rastro invisible-.
Ayame olía a loto, embriagador y sugerente como un lazo que rodea el cuello y obliga al incauto y deseoso a seguirla. Su impoluto kimono reflejaba la luz naciente mientras su cabello se teñía de destellos dorados por los rayos incidentes del sol temprano. La visión se alejaba a pasos perezosos, flotando en el aire en deseo de que alguien la siguiera.
Con un laborioso aunque tímido movimiento, dejó que sus rodillas se dieran una suave caricia en un ademán de fragilidad aterradora, impregando en su cuerpo ese aire tentador de muñeca de porcelana. Inclinó su cuerpo en una reverencia, tímida y comedida. Su melena plateada cayó hacia delante como agua que rebosa de una abundante cántara, mientras dejaba en el aire la vaga promesa que ocultaba bajo su kimono al dejar vislumbrar la piel aterciopelada que cubría sus hombros y remarcaba su cuello de cisne. Sus brazos relajaron la tensión portando el shamisen, dando pie a un pequeño paso de agrado y cercanía; una ligera muestra de confianza para demostrar que podía ser una inocente cervatilla. De nuevo, dejó caer lánguida la mirada hacia el suelo no sin antes haber dibujado en sus labios una dulce sonrisa que trató de ocultar con la manga de sus ropajes.
A veces, el sutil juego de la cacería era cuestión de gustos, de perspectivas; habían hombres que preferían demostrar cual era su papel frente a una mujer, otros dejaban que ellas llevasen el control, pasivos y conformistas; a veces, topaba con hombres que buscaban una balanza equilibrada y otras, al cazador le gustaba pasar desapercibido; presentarse como una presa sin decir quien de los dos realmente lo era. La emoción de la incerteza, el amargo sabor del miedo antes de ver qué papel en el teatro llevaba cada uno y el éxtasis al ser devorado. Ayame esperaba cualquier cosa; era lo verdaderamente apetecible de toparse con alguien en mitad de la nada. Pero aquel joven... era más que un cazador, más que una presa; vaga y dificil de vislumbrar, era la promesa silenciosa de un fin insano. Pues, eran dos devoradores ansiosos por clavarse el diente. Rara vez Ayame lograba ver algo de su vida, de lo que una vez fue; sabía lo que debía saber pero sentir... Era algo que no entraba en sus patrones. Sin embargo, frente a aquel hombre sentía en todo su esplendor ansias; un hambre voraz por ver, descubrir que había tras ese silencio, saborear esa locura latente e incluso, estaba dispuesta a dejarse devorar si ello, la hacía despertar.
La suela de su sandalia resonó en el denso silencio en un eco delicado y quedo. Sus pies se movieron con pasitos cortos y acompasados hacia uno de los lados del cortés joven, quedándose una angustiosa y tentadora distancia de él; distancia más que suficiente para incitar la invitación a seguirla. Entre ellos había más de dos metros de separación, fría pero ambigua. La arrancar sabía que quien algo quería, debía ir a buscarlo sin importar qué hubiera de por medio. Miró de soslayo al joven, clavando sus ojos enormes ojos azules sobre aquel esmeralda reluciente, impregando el aire de aquella incierta promesa.
... soy poesía en un día de lluvia, cantada por las lágrimas de una diosa que llora; soy el sol reluciente que azota los desiertos y agrieta la piel de la tierra; soy el canto de una vida floreciente enel tiempo adverso... pensaba Ayame avanzando en lentos pasos alejándose del hombre.
-... soy ese dulce silencio que presagia la última caricia de la muerte... -susurró como el eco distante de un alma en pena que vaga sin rumbo, dejando tras de sí un rastro invisible-.
Ayame olía a loto, embriagador y sugerente como un lazo que rodea el cuello y obliga al incauto y deseoso a seguirla. Su impoluto kimono reflejaba la luz naciente mientras su cabello se teñía de destellos dorados por los rayos incidentes del sol temprano. La visión se alejaba a pasos perezosos, flotando en el aire en deseo de que alguien la siguiera.
Ayame- Post : 28
Edad : 35
Re: Una mañana con Chris
Reconocer a una mujer hermosa, especial entre el resto de hembras corrientes, era un trabajo sencillo para Chris. Pese a su silencio perpetuo y a su escasa capacidad para conectar con los demás, era muy sensible a la belleza femenina. No me malentendáis, no es que el mosquetero fuera un obseso. No buscaba el sexo de ese modo en el que lo buscan algunos hombres, algo francamente detestable, si os tengo que ser sincera. Para él, el encuentro entre dos cuerpos era parte de la vida, pero no era algo que le volviese excesivamente loco o que le hiciera cometer estupideces. Normalmente podía tener a la mujer que quisiera. Teniendo en cuenta lo hermoso de su rostro y las formas estilizadas de su cuerpo de espadachín, no tenía problemas a la hora del cortejo. Aún así, no era indiferente ante las mujeres bellas, como era el caso de la hermosa chica que acababa de encontrarse. Aunque no se trataba solo de la enorme carga sexual que podía sentirse entre ellos. Había algo en ella que le llamaba la atención más allá de su lindo cuerpo o aquellas pestañas hechiceras, era algo que tenía más bien que ver con sus gestos o con su esencia, por llamarlo de alguna manera.
Tras la reverencia, los ojos del arrancar más silencioso de todo Hueco Mundo se clavaron en ella con una intensidad arrolladora. Por toda respuesta, la linda joven se sonrojó de un modo aún más evidente. Era algo que solía ocurrirle. No eran pocas las mujeres que se encarnaban con una de las profundas miradas de los verdes ojos del francés. Aún así, no esperaba ver como la chica del kimono (no sabía su nombre, ni siquiera en que sección estaba, de modo que optaría por referirse mentalmente a ella de ese modo) sufriera aquel extraño temblor que la hizo estar a punto de caerse redonda al suelo. Chris se echó hacía atrás, pues no estaba seguro de que estaba ocurriendo, aquel gesto dramático le hizo hasta sentir incómodo. Solo entonces su cabeza se acercó un poco a la chica, que levantaba la propia en un gesto coqueto, mostrándole al mosquetero parte de su hermoso cuello y el cabello, liso y sedoso, que caía como una cascada plateada. Ahora el francés y la muchacha del kimono estaban mucho más cerca que antes. Y la mente de la fracción comenzó a trabajar a toda velocidad. Aquellos movimientos, eran sensuales, más dignos de una experta en las artes del amor, que en de una ardillita primeriza, que fue la primera impresión que tuvo de ella. Todos sus gestos parecían azarosos. Pero por experiencia, el silencioso Renoir sabía que no tenían porqué ser fruto de la casualidad. Aún así, no pensaba ponerle trabas.
Durante unos largos momentos, momentos que parecieron ser más que un par de minutos, que fue realmente el tiempo que pasó, fue como si se estudiaran mutuamente, en silencio, analizando pormenorizadamente a la persona que tenían delante. El mosquetero no se movió un ápice, intentando desentrañar que se escondía tras aquellos verbos improvisados en voz queda. Seguramente esas pestañas que aleteaban débilmente sobre el rostro pálido tuvieran muchos secretos que ocultar, algunos inconfesables y otros sensuales y peligrosos. Muchas serían las acciones que debían haberla llevado hasta donde estaba, el corazón de los tinieblas, que no era otro que el palacio de Hueco Mundo. Era contradictorio que aquel lugar se llamará El Amanecer, la verdad es que si. Y también que los seres que lo poblaban vistieran de blanco inmaculado. A fin de cuentas, sus almas eran negras. Y la chica del kimono no iba a ser una excepción. Y si lo era, Chris Renoir pensaba transformarla en una más dentro de la norma. Destrozar lo puro era parte del encanto de ser un asesino sin escrúpulos, ¿o no?
En ese momento la joven volvió a moverse, esta vez para colocarse a un lado del arrancar, que la observó sin mover un músculo, tan hierático como siempre. Un leve relampagueo en sus ojos verdes, fue lo único que pareció dar fe de que seguía con vida y no se había convertido en estatua de sal. Y la chica se decidió, aunque tal vez aquel verde tóxico no tuviera nada que ver. Comenzó a caminar hacía un lugar desconocido. Al ver su espalda en movimiento, Chris empezó a preguntarse si aquello no estaba siendo demasiado fácil. Es decir, no es que no le gustase conseguir que sus deseos se hicieran realidad de un modo sencillo, sin preocupaciones. El caso estribaba en que el arrancar no era un hombre corriente, creo que sabéis a que me estoy refiriendo. Adoraba los retos, y si se lo ponían tan fácil, cabía la posibilidad que perdiera el interés. Sopesó los pros y los contras de todo aquello y también él tomó una decisión. Sus pies, calzados con botas, siguieron a la chica. Sentía cierta curiosidad, y saciarla no iba a hacerlo ningún mal. Si al hacerlo de paso se encontraba con algo dulce entre las piernas, saldría ganando. En cualquier caso, ya vería que ocurría.
Siguió a la chica a cierta distancia, escuchando aquello que decía. Parecían versos que se le iban ocurriendo mientras caminaba. Esos detalles no dejaban de sorprender a Chris. Para él, que hablar era todo un sacrificio, no dejaba de ser sorprendente que hubiera gente que expulsase palabras por su boca de un modo tan extraño. Aunque no dejaba de ser extrañamente agradable, la joven tenía una voz bonita. Vio flotar a la figura aún unos pasos más y se dio cuenta que se dirigía a una de las terrazas de la fortaleza, precisamente a una bastante hermosa, que contaba con una gran fuente en el centro y con varios bancos a su alrededor, ¿qué se propondría exactamente la chica del kimono haciéndole caminar hasta allí? Muchas ideas cruzaban la mente de la fracción de la Sexta Sección, pero erraba en todas y cada una de sus elucubraciones.
[FDI: He empezado a esbozar nuestra idea, espero que no te importe ]
Tras la reverencia, los ojos del arrancar más silencioso de todo Hueco Mundo se clavaron en ella con una intensidad arrolladora. Por toda respuesta, la linda joven se sonrojó de un modo aún más evidente. Era algo que solía ocurrirle. No eran pocas las mujeres que se encarnaban con una de las profundas miradas de los verdes ojos del francés. Aún así, no esperaba ver como la chica del kimono (no sabía su nombre, ni siquiera en que sección estaba, de modo que optaría por referirse mentalmente a ella de ese modo) sufriera aquel extraño temblor que la hizo estar a punto de caerse redonda al suelo. Chris se echó hacía atrás, pues no estaba seguro de que estaba ocurriendo, aquel gesto dramático le hizo hasta sentir incómodo. Solo entonces su cabeza se acercó un poco a la chica, que levantaba la propia en un gesto coqueto, mostrándole al mosquetero parte de su hermoso cuello y el cabello, liso y sedoso, que caía como una cascada plateada. Ahora el francés y la muchacha del kimono estaban mucho más cerca que antes. Y la mente de la fracción comenzó a trabajar a toda velocidad. Aquellos movimientos, eran sensuales, más dignos de una experta en las artes del amor, que en de una ardillita primeriza, que fue la primera impresión que tuvo de ella. Todos sus gestos parecían azarosos. Pero por experiencia, el silencioso Renoir sabía que no tenían porqué ser fruto de la casualidad. Aún así, no pensaba ponerle trabas.
Durante unos largos momentos, momentos que parecieron ser más que un par de minutos, que fue realmente el tiempo que pasó, fue como si se estudiaran mutuamente, en silencio, analizando pormenorizadamente a la persona que tenían delante. El mosquetero no se movió un ápice, intentando desentrañar que se escondía tras aquellos verbos improvisados en voz queda. Seguramente esas pestañas que aleteaban débilmente sobre el rostro pálido tuvieran muchos secretos que ocultar, algunos inconfesables y otros sensuales y peligrosos. Muchas serían las acciones que debían haberla llevado hasta donde estaba, el corazón de los tinieblas, que no era otro que el palacio de Hueco Mundo. Era contradictorio que aquel lugar se llamará El Amanecer, la verdad es que si. Y también que los seres que lo poblaban vistieran de blanco inmaculado. A fin de cuentas, sus almas eran negras. Y la chica del kimono no iba a ser una excepción. Y si lo era, Chris Renoir pensaba transformarla en una más dentro de la norma. Destrozar lo puro era parte del encanto de ser un asesino sin escrúpulos, ¿o no?
En ese momento la joven volvió a moverse, esta vez para colocarse a un lado del arrancar, que la observó sin mover un músculo, tan hierático como siempre. Un leve relampagueo en sus ojos verdes, fue lo único que pareció dar fe de que seguía con vida y no se había convertido en estatua de sal. Y la chica se decidió, aunque tal vez aquel verde tóxico no tuviera nada que ver. Comenzó a caminar hacía un lugar desconocido. Al ver su espalda en movimiento, Chris empezó a preguntarse si aquello no estaba siendo demasiado fácil. Es decir, no es que no le gustase conseguir que sus deseos se hicieran realidad de un modo sencillo, sin preocupaciones. El caso estribaba en que el arrancar no era un hombre corriente, creo que sabéis a que me estoy refiriendo. Adoraba los retos, y si se lo ponían tan fácil, cabía la posibilidad que perdiera el interés. Sopesó los pros y los contras de todo aquello y también él tomó una decisión. Sus pies, calzados con botas, siguieron a la chica. Sentía cierta curiosidad, y saciarla no iba a hacerlo ningún mal. Si al hacerlo de paso se encontraba con algo dulce entre las piernas, saldría ganando. En cualquier caso, ya vería que ocurría.
Siguió a la chica a cierta distancia, escuchando aquello que decía. Parecían versos que se le iban ocurriendo mientras caminaba. Esos detalles no dejaban de sorprender a Chris. Para él, que hablar era todo un sacrificio, no dejaba de ser sorprendente que hubiera gente que expulsase palabras por su boca de un modo tan extraño. Aunque no dejaba de ser extrañamente agradable, la joven tenía una voz bonita. Vio flotar a la figura aún unos pasos más y se dio cuenta que se dirigía a una de las terrazas de la fortaleza, precisamente a una bastante hermosa, que contaba con una gran fuente en el centro y con varios bancos a su alrededor, ¿qué se propondría exactamente la chica del kimono haciéndole caminar hasta allí? Muchas ideas cruzaban la mente de la fracción de la Sexta Sección, pero erraba en todas y cada una de sus elucubraciones.
[FDI: He empezado a esbozar nuestra idea, espero que no te importe ]
Chris Renoir- Post : 144
Edad : 40
Re: Una mañana con Chris
La pálida luz del amanecer suavizaba las sombras cambiantes que iban surcando su rostro, transformando esa fría máscara de alabastro en un crisol de formas a veces hermosas, otras tan monstruosas como salidas de la más horrible de las pesadillas. Porque debía ser una verdad certera que la más pura belleza siempre ocultaba, como la luna, una cara ensombrecida y aquella criatura enigmática y de aspecto frágil no era una excepción. Vagaban por su memoria un infinito de imágenes fugaces de alguien que ya no era, que formaba una parte de sí misma que vivía con cada nuevo amanecer. El recuerdo fugaz y transitorio no era más que una herramienta que una carcasa vacía utilizaba para sobrevivir; no se hace al cazador por puro instinto, sino por el tiempo que tarda en sanar sus heridas y vuelve a salir de caza. Y Ayame era la más paciente de las cazadoras y la más suculenta de las presas.
Se resguardó de la luz como si ésta pudiera estropear aquella preciosa piel de terciopelo, dándole la espalda al sol naciente. Un gesto no sólo sencillo en apariencia, sino irónico y revelador para aquel que supiera leerlo. El agua caía sobre varias vasijas de formas redondas y algo erosionadas antes de terminar en un estanque mayor; el agua cristalina reflejaba la luz y la transformaba en una superficie helada y transparente, cuyo fondo inalcanzable de ver la volvía negra y siniestra. Con un cuidadoso gesto, tomó la falda del kimono para que no se le arrugase al sentarse en el banco. Por alguna razón, aquellos motivos tan contrarios agradaban a la comedida y paciente arrancar.
Sus ojos pestañearon con elegancia contemplando la negrura del agua; la oscuridad que todos poseían y a la que se habían entregado. ¿Existía acaso algo más hermoso que ello?
Con un gesto coqueto, adelantó un poco aquel cuerpo lujurioso mientras estiraba el brazo para alcanzar el agua. Todo su cuerpo se amoldó a lo que ella deseaba decir sin palabras: sutileza, sensualidad, tentación... La suave línea de la espalda se arqueó para acomodarse, el cabello plateado cayó sobre el hombro desnudo como una cascada de plata pura sobre la piel blanca mientras aquellos largos dedos rozaban la superficie helada del agua.
-Las aguas negras... nos devuleven la mirada del abismo... -susurró apenas audible-.
Torneó la mirada hacia el hombre silencioso mientras retraía la mano, ahora sonrojada por el frío. Dejó entreabrir los labios en un jadeo silencioso como si la visión de aquel hombre fuera demasiado para alguien tan pequeño y frágil como ella; aunque lo cierto... es que aquel juego comenzaba a ser uno de sus favoritos.
Se resguardó de la luz como si ésta pudiera estropear aquella preciosa piel de terciopelo, dándole la espalda al sol naciente. Un gesto no sólo sencillo en apariencia, sino irónico y revelador para aquel que supiera leerlo. El agua caía sobre varias vasijas de formas redondas y algo erosionadas antes de terminar en un estanque mayor; el agua cristalina reflejaba la luz y la transformaba en una superficie helada y transparente, cuyo fondo inalcanzable de ver la volvía negra y siniestra. Con un cuidadoso gesto, tomó la falda del kimono para que no se le arrugase al sentarse en el banco. Por alguna razón, aquellos motivos tan contrarios agradaban a la comedida y paciente arrancar.
Sus ojos pestañearon con elegancia contemplando la negrura del agua; la oscuridad que todos poseían y a la que se habían entregado. ¿Existía acaso algo más hermoso que ello?
Con un gesto coqueto, adelantó un poco aquel cuerpo lujurioso mientras estiraba el brazo para alcanzar el agua. Todo su cuerpo se amoldó a lo que ella deseaba decir sin palabras: sutileza, sensualidad, tentación... La suave línea de la espalda se arqueó para acomodarse, el cabello plateado cayó sobre el hombro desnudo como una cascada de plata pura sobre la piel blanca mientras aquellos largos dedos rozaban la superficie helada del agua.
-Las aguas negras... nos devuleven la mirada del abismo... -susurró apenas audible-.
Torneó la mirada hacia el hombre silencioso mientras retraía la mano, ahora sonrojada por el frío. Dejó entreabrir los labios en un jadeo silencioso como si la visión de aquel hombre fuera demasiado para alguien tan pequeño y frágil como ella; aunque lo cierto... es que aquel juego comenzaba a ser uno de sus favoritos.
Ayame- Post : 28
Edad : 35
Re: Una mañana con Chris
Mujeres. Chris sabía perfectamente lo que querían, porque era lo que querían los hombres también. Y esto lo había sabido desde que se dio cuenta (cuando dejó de ser un adolescente desgarbado) de cuan atractivo podía resultarles. Había tenido varios intentos fallidos al principio, pero era lógico, el arte de la seducción es, como cualquier método de aprendizaje que merezca ser llamado así, una tarea de ensayo y error. Y el mosquetero tuvo que practicar mucho antes de convertirse en quien era. Y en esta ocasión la presa era de caza mayor, era una hermosura de cabello plateado y pasos gráciles y gestos delicados. Aún así, era como si ocultase algo, y eso dejaba de parecerle tan seductor a la fracción. Por alguna razón no le gustaba complicarse la vida, mucho menos con mujeres con las que solo compartiría la cama una noche. En cualquier caso, no perdía nada yendo a echar un vistazo.
Con paso firme cruzó el pasillo inmaculado y llegó hasta la puerta de la terraza, que cruzó con un movimiento grácil, y se encontró en uno de aquellos hermosos jardines exteriores que ocasionalmente se encontraban por Hueco Mundo. Estar allí le recordó a la última vez en la que se había encontrado en una de aquellas terrazas. Fue antes de llegar a culminar un acto sexual que nunca llegó a consumarse, por causas que eran totalmente ajenas a su voluntad. Aunque bien mirado, si eran órdenes de la señora Okami, bien poco le importaba que Carolyn se cayese por un balcón o que la chica que tuviese delante se convirtiese en blancas cenizas. Era un poco extraño de reconocer, pero en realidad la única mujer que era fija en la vida del atractivo espadachín no era otra más que su jefa. Negó imperceptiblemente con la cabeza. No es que le uniese sentimiento de tipo romántico por la loba. Es que era una persona pragmática. Su superior (su trabajo, sus movimientos para conseguir poder, que venían a ser lo mismo) era mucho más importante que un revolcón de una noche. Y Chris lo sabía.
Cuando penetró en la zona en la que estaba la chica, pudo verla sentada en un banco, junto a la fuente de agua cantarina. La muchacha parecía tenerlo todo medido, desde el movimiento de su cuerpo (en el que se insinuaban unas formas hermosas y bien puestas, y no penséis que esto es obsesión, es que el mosquetero tenía ojos, y los usaba cada vez que tenía la oportunidad) hasta el suspiro que soltaba su boca pasando por las palabras que se empecinaba recitar. Renoir se acercó poco a poco a ella y oteó el interior de las aguas. Aunque no comulgaba con artes como la retórica (se podía hacer poesía en silencio y leerla sin necesidad de tanto artificio) tuvo que reconocer que tenía razón. En sus tiempos humanos observaba la suciedad del tramo del río Sena que pasaba por París y siempre le traía malos augurios: una muerte violenta, un robo… Decir lo que ella había dicho era precisamente la verdad. De modo que decidió darle el beneficio de la duda, parecía tan tétrica como él mismo.
Se sentó junto a ella y observó el agua, y luego la mano de la hermosa hembra enrojecida. ¿Era realmente tan delicada esa piel de porcelana, o tenía que ver con la temperatura del agua? El arrancar, que no tenía nada de científico, ni siquiera una pizca, quiso comprobarlo, se estiró un poco, lo suficientemente cerca de la peliblanca, y introdujo su mano (delgada y con algún que otro rasguño por el entrenamiento diario) en el líquido elemento. Estaba fría, eso era cierto, pero no tanto como para enrojecer pieles. Cuando el joven sacó la mano y se la mostró a su acompañante apenas mostraba signos de frío. Se la limpió en el uniforme y acarició la espada en un gesto furtivo. Y los ojos volvieron a la arrancar, pero esta vez no se detuvieron en su cara o en su cuerpo. La sobrenatural mirada de Chris fue a parar al shamisen que la chica llevaba en la mano. Lo cierto es que le gustaba la música, incluso había quien decía que cantaba bien (de eso hacía mucho tiempo y él apenas lo recordaba, porque no había vuelto a hacerlo desde que vivía en Francia) y la prefería a escuchar palabras que salían sin ton ni son de la boca de una muchachita bonita, por muy cierto que fuera todo lo que decía…
Con paso firme cruzó el pasillo inmaculado y llegó hasta la puerta de la terraza, que cruzó con un movimiento grácil, y se encontró en uno de aquellos hermosos jardines exteriores que ocasionalmente se encontraban por Hueco Mundo. Estar allí le recordó a la última vez en la que se había encontrado en una de aquellas terrazas. Fue antes de llegar a culminar un acto sexual que nunca llegó a consumarse, por causas que eran totalmente ajenas a su voluntad. Aunque bien mirado, si eran órdenes de la señora Okami, bien poco le importaba que Carolyn se cayese por un balcón o que la chica que tuviese delante se convirtiese en blancas cenizas. Era un poco extraño de reconocer, pero en realidad la única mujer que era fija en la vida del atractivo espadachín no era otra más que su jefa. Negó imperceptiblemente con la cabeza. No es que le uniese sentimiento de tipo romántico por la loba. Es que era una persona pragmática. Su superior (su trabajo, sus movimientos para conseguir poder, que venían a ser lo mismo) era mucho más importante que un revolcón de una noche. Y Chris lo sabía.
Cuando penetró en la zona en la que estaba la chica, pudo verla sentada en un banco, junto a la fuente de agua cantarina. La muchacha parecía tenerlo todo medido, desde el movimiento de su cuerpo (en el que se insinuaban unas formas hermosas y bien puestas, y no penséis que esto es obsesión, es que el mosquetero tenía ojos, y los usaba cada vez que tenía la oportunidad) hasta el suspiro que soltaba su boca pasando por las palabras que se empecinaba recitar. Renoir se acercó poco a poco a ella y oteó el interior de las aguas. Aunque no comulgaba con artes como la retórica (se podía hacer poesía en silencio y leerla sin necesidad de tanto artificio) tuvo que reconocer que tenía razón. En sus tiempos humanos observaba la suciedad del tramo del río Sena que pasaba por París y siempre le traía malos augurios: una muerte violenta, un robo… Decir lo que ella había dicho era precisamente la verdad. De modo que decidió darle el beneficio de la duda, parecía tan tétrica como él mismo.
Se sentó junto a ella y observó el agua, y luego la mano de la hermosa hembra enrojecida. ¿Era realmente tan delicada esa piel de porcelana, o tenía que ver con la temperatura del agua? El arrancar, que no tenía nada de científico, ni siquiera una pizca, quiso comprobarlo, se estiró un poco, lo suficientemente cerca de la peliblanca, y introdujo su mano (delgada y con algún que otro rasguño por el entrenamiento diario) en el líquido elemento. Estaba fría, eso era cierto, pero no tanto como para enrojecer pieles. Cuando el joven sacó la mano y se la mostró a su acompañante apenas mostraba signos de frío. Se la limpió en el uniforme y acarició la espada en un gesto furtivo. Y los ojos volvieron a la arrancar, pero esta vez no se detuvieron en su cara o en su cuerpo. La sobrenatural mirada de Chris fue a parar al shamisen que la chica llevaba en la mano. Lo cierto es que le gustaba la música, incluso había quien decía que cantaba bien (de eso hacía mucho tiempo y él apenas lo recordaba, porque no había vuelto a hacerlo desde que vivía en Francia) y la prefería a escuchar palabras que salían sin ton ni son de la boca de una muchachita bonita, por muy cierto que fuera todo lo que decía…
Chris Renoir- Post : 144
Edad : 40
Re: Una mañana con Chris
Los ojos argénteos de la frágil arrancar se posaron un breve instante en la figura del hombre; apenas un segundo, Ayame se percató de la mirada hacia el instrumento que sostenía sobre el regazo y aquella caricia al arma y pudo haberse dejado influenciar por el nerviosismo propio de una mujer al creerse amenazada por la presencia de un varón hambriento. No obstante, Ayame no sintió ni el más leve atisbo de nervio o terror; demasiados recuerdos guardaba en su cabeza de una vida penosa llena de miserias vestidas de seda como para dejarse vencer por algo que tenía superado... y devorado. Los hombres no eran tan complejos como les gustaba pensar de sí mismos: sumisión, silencio y placer, y estaban tan satisfechos como un perro con el estómago lleno. Cada uno afirmaba no ser como el resto, pero de una forma u otra, la naturaleza del hombre los guiaba por el mismo sendero.
Se acercó la mano enrojecida a los labios. Exhaló aire caliente sobre las yemas de los dedos y como un cisne antes de alzar el vuelo, movió los largos y delgados dedos hasta notarlos libre del entumecimiento. Sujetó el astil del shamisen con la mano derecha para dejar que el instrumento se acomodase en su regazo antes de rasgarle alguna melodía.
La actitud herrática del arrancar y su obstinando silencio provocaban que las impresiones de Ayame no estuvieran del todo forjadas; creía ver a un cazador demasiado acostumbrado a que su apuesto rostro hiciera todo el trabajo, demasiado habituado a que su silencio fuera un imán para las presas demasiado tontas como para no ver la trampa tras ella. Ayame creía ver a un cazador acomodado, aunque claro, sólo era impresiones que bien podían cambiar. Ladeó la mirada un instante, fugaz como un suspiro hacia Chris. Lo observó no como la presa dispuesta a ser devorada, sino como la acechadora sutil que era, dejando a un lado todo el artificio del teatro que mostraba a los demás. Fue una mirada gélida de apenas un segundo antes de volver al shamisen con un suspiro.
Del fondo de la manga sacó el bachi, que sostuvo con la mano derecha. El amanecer otorgaba un silencio más que generoso para que las tímidas notas del shamisen no se estropeasen por el habitual ruido de aquel lugar, a menudo sin voz y otras demasiado grotesco en su estruendo. Ayame meditó unos instantes qué melodía podía tocar; algo que acompañase la situación aunque por otro lado tampoco tenía prisas por estropear aquel juego.
El bachi rasgó una de las trea cuerdas de seda, dejando flotar en el aire una nota distante y poco aguda. El sonido estuvo a punto de perderse cuando un conjunto de cinco notas hizo aflorar de nuevo aquel sonido; tres notas iguales y dos diferentes que parecían romper una monotonía musical suspendida en el aire. La melodía contiuó de la misma forma: etérea y frágil matizada por unas notas puntuales que rompían el ritmo y le daban cierto aire siniestro. Ayame forjaba la voz de un paraje desolado, conformando con sus notas alguna voz distante y perdida, similiar a un alma perdida en busca de aquel que se apiade de ella.
Se acercó la mano enrojecida a los labios. Exhaló aire caliente sobre las yemas de los dedos y como un cisne antes de alzar el vuelo, movió los largos y delgados dedos hasta notarlos libre del entumecimiento. Sujetó el astil del shamisen con la mano derecha para dejar que el instrumento se acomodase en su regazo antes de rasgarle alguna melodía.
La actitud herrática del arrancar y su obstinando silencio provocaban que las impresiones de Ayame no estuvieran del todo forjadas; creía ver a un cazador demasiado acostumbrado a que su apuesto rostro hiciera todo el trabajo, demasiado habituado a que su silencio fuera un imán para las presas demasiado tontas como para no ver la trampa tras ella. Ayame creía ver a un cazador acomodado, aunque claro, sólo era impresiones que bien podían cambiar. Ladeó la mirada un instante, fugaz como un suspiro hacia Chris. Lo observó no como la presa dispuesta a ser devorada, sino como la acechadora sutil que era, dejando a un lado todo el artificio del teatro que mostraba a los demás. Fue una mirada gélida de apenas un segundo antes de volver al shamisen con un suspiro.
Del fondo de la manga sacó el bachi, que sostuvo con la mano derecha. El amanecer otorgaba un silencio más que generoso para que las tímidas notas del shamisen no se estropeasen por el habitual ruido de aquel lugar, a menudo sin voz y otras demasiado grotesco en su estruendo. Ayame meditó unos instantes qué melodía podía tocar; algo que acompañase la situación aunque por otro lado tampoco tenía prisas por estropear aquel juego.
El bachi rasgó una de las trea cuerdas de seda, dejando flotar en el aire una nota distante y poco aguda. El sonido estuvo a punto de perderse cuando un conjunto de cinco notas hizo aflorar de nuevo aquel sonido; tres notas iguales y dos diferentes que parecían romper una monotonía musical suspendida en el aire. La melodía contiuó de la misma forma: etérea y frágil matizada por unas notas puntuales que rompían el ritmo y le daban cierto aire siniestro. Ayame forjaba la voz de un paraje desolado, conformando con sus notas alguna voz distante y perdida, similiar a un alma perdida en busca de aquel que se apiade de ella.
Ayame- Post : 28
Edad : 35
Re: Una mañana con Chris
La música del instrumento de cuerdas pronto tomó protagonismo en aquella atmósfera etérea que rodeaba a los dos arrancars, la hermosa muchacha y el asesino francés. Y aunque no estuviera dispuesto a admitirlo ante nadie más, Chris Renoir se sintió a gusto, con los suaves sonidos a su alrededor, caricias siniestras de manos huesudas. Aquellos acordes producidos por la habilidad de los dedos frágiles de la chica trajeron a la memoria del antiguo buscavidas francés una serie de recuerdos que si bien no olvidados, al menos si estaban desterrados de sus pensamientos conscientes. Se sorprendió un poco al pensar en ellos, pero decidió no darles más vueltas, puesto que su lema era algo que cumplía a rajatabla. Podía haber sido cualquier cosa en su vida humana, sabía perfectamente lo que fue, pero eso había quedado atrás mucho tiempo antes, ahora era lo que era, y ¡Dios Santo!, como le gustaba serlo. Aunque debía reconocer que últimamente se lo recordaba mucho a sí mismo. Apretó el puño alrededor de Centinela Oscuro y asintió. Odiaba los recuerdos, sabía de arrancars que se habían dejado todo atrás cuando renacieron en las tinieblas, no es que sintiese envidia de nadie, no alguien de la talla de la fracción de la Sexta Sección, era un soldado no un adolescente con problemas de autoestima, pero lo peor que podía ocurrirle a alguien como él era bregar con pensamientos de momentos del pasado que poco o nada tenían que ver con su inminente presente. Y en ese momento presente, fue su voz, la anticuada voz de un caballero de otras época, lo que se convirtió en el ahora.
Primero fue un simple tarareo sin demasiado éxito, un modo de seguir la música, una manera de desconectar su cabeza y su cuerpo, pero poco a poco, el simple ronroneo de sus cuerdas vocales al son del instrumento de cuerda de Ayame se convirtió en una letra, en una letra que parecía sacada de un mundo más allá. En un principio sonaba como una nana, cantada en la lengua franca, pero se volvía oscura por momentos, tan angustiosa como la melodía del shamisen, era como si ambos se hubieran puesto de acuerdo para hacer aquello, como sino se tratase de algo fortuito. Nunca había cantado junto a un instrumento de cuerda, las veces que lo había hecho no disfrutó de compañía alguna. Quien le dijo que tenía una bonita voz fue porque lo encontró cantando, al creerse solo entonó algunas letras que no tenía muy claro donde las había oído y porqué lo hacía. Aunque estaba por jurar que la voz que se escuchó entonces y la que ahora presentaba junto a la chica del kimono poco o nada tenían que ver la una con la otra. Ambas tenían un toque ronco y antiguo, pero había vivido lo bastante como para saber que por culpa del escaso uso, su garganta presentaba un sonido roto, lúgubre, que poco o nada desentonaba con la tétrica canción que sonaba junto a él. Quizás estuviere escrito que aquellos dos solo fueran pareja en las artes. Eso, de momento, era un misterio.
Los ojos de Chris ya no estaban sobre Ayama, hacía rato que habían cambiado de ocupación, durante mucho tiempo siguieron clavados en la fuente, en el agua cristalina que parecía animarles a seguir con aquel solitario espectáculo. Era como si los dos artistas que allí se encontraban hicieran lo propio con sus miradas, unirlas como ya lo hacían sus habilidades, el encanto se rompería y la música fuera a desaparecer por completo. De manera que en primera instancia lo único que parecía tener vida eran las notas musicales que flotaban a juego con la voz gastada del mosquetero. Y lo más triste de todo era la clase de vida que había en la música: una vida agónica, pálida, llena de oscuridad….
…. la existencia de un arrancar…
Primero fue un simple tarareo sin demasiado éxito, un modo de seguir la música, una manera de desconectar su cabeza y su cuerpo, pero poco a poco, el simple ronroneo de sus cuerdas vocales al son del instrumento de cuerda de Ayame se convirtió en una letra, en una letra que parecía sacada de un mundo más allá. En un principio sonaba como una nana, cantada en la lengua franca, pero se volvía oscura por momentos, tan angustiosa como la melodía del shamisen, era como si ambos se hubieran puesto de acuerdo para hacer aquello, como sino se tratase de algo fortuito. Nunca había cantado junto a un instrumento de cuerda, las veces que lo había hecho no disfrutó de compañía alguna. Quien le dijo que tenía una bonita voz fue porque lo encontró cantando, al creerse solo entonó algunas letras que no tenía muy claro donde las había oído y porqué lo hacía. Aunque estaba por jurar que la voz que se escuchó entonces y la que ahora presentaba junto a la chica del kimono poco o nada tenían que ver la una con la otra. Ambas tenían un toque ronco y antiguo, pero había vivido lo bastante como para saber que por culpa del escaso uso, su garganta presentaba un sonido roto, lúgubre, que poco o nada desentonaba con la tétrica canción que sonaba junto a él. Quizás estuviere escrito que aquellos dos solo fueran pareja en las artes. Eso, de momento, era un misterio.
Los ojos de Chris ya no estaban sobre Ayama, hacía rato que habían cambiado de ocupación, durante mucho tiempo siguieron clavados en la fuente, en el agua cristalina que parecía animarles a seguir con aquel solitario espectáculo. Era como si los dos artistas que allí se encontraban hicieran lo propio con sus miradas, unirlas como ya lo hacían sus habilidades, el encanto se rompería y la música fuera a desaparecer por completo. De manera que en primera instancia lo único que parecía tener vida eran las notas musicales que flotaban a juego con la voz gastada del mosquetero. Y lo más triste de todo era la clase de vida que había en la música: una vida agónica, pálida, llena de oscuridad….
…. la existencia de un arrancar…
Chris Renoir- Post : 144
Edad : 40
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