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Ocaso de los Hideyori: La muerte de Lynorie [Flashback]

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Mensaje por Hideyori Taira Sáb Mayo 29, 2010 2:10 am

[OFF: Este post supone una ampliación de la Historia de Hideyori Taira, incluyendo a su vez a la propia Lynorie. Por ello, no se admitirán incorporaciones a este tema, y la acción irá transcurriendo alternativamente entre los dos individuos. Espero sea de vuestro agrado ^^.]
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Ocaso de los Hideyori: La muerte de Lynorie [Flashback] Nombrelynfinalisimo


La silueta de una joven menuda y de rasgos finos se reflejaba en el espejo roto frente a Lynorie.

Los cabellos; largos, lisos e increíblemente suaves, yacían en parte sobre sus hombros, y resbalaban tiernamente por su espalda a medida que ella los apartaba de su rostro con un gesto lento y delicado.

Una solitaria lágrima resbalaba por su mejilla sonrosada, mientras que otras tantas se acumulaban bajo sus párpados, listas para el inminente llanto.

La joven Hideyori levantó la mirada para contemplarse de nuevo entre las grietas del espejo quebrado, deteniéndola justo en el momento en que sus ojos ambarinos se topaban con los de su propio reflejo. Así permaneció durante unos minutos, contemplando la triste imagen que le devolvía aquel egoísta panel de cristal.

A sus pies quedaban los restos de un pequeño espejo de mano, ya destrozado por la colisión sufrida contra su versión mayor.

¿El motivo? Desesperación. Desesperación por huir de aquel lugar, cárcel lujosa. Angustia por un destino que se le escapaba de las manos. Ansias por liberarse de las cadenas de una familia demasiado corporativa como para permitirle el libre albedrío. Anhelo, al fin y al cabo, de hallar la libertad.

De repente, la aguda voz de una de las sirvientas del palacio se abrió pasa hasta el interior de su habitación, con un palpable tono de preocupación.

- ¿Hideyori-sama? ¿Se encuentra bien? He oído un ruido parecido a un golpe y pensé que…- no había terminado la frase cuando la puerta del cuarto se abrió, dando paso a una Lynorie algo más recompuesta, que, sin pararse demasiado a conversar, salió del lugar contestando escuetamente.

- Se me cayó el espejo. Por favor, recógelo y asegúrate de que me traigan otro, si no te importa. – el tono se asemejaba más al de una petición que al de una orden, aunque era lo bastante claro como para hacer honor a su posición en la jerarquía familiar. Ella era, al fin y al cabo, la hija de Nobunaga, el cabeza de familia.

Así pues, con paso vivo y ligero recorrió el largo pasillo de madera que separaba su habitación del vasto jardín tras el palacio. Aquel espacio de vegetación ofrecía un excelente lugar de remanso y tranquilidad, pues apenas era frecuentado, salvo por la propia Lynorie.

La chica detuvo lentamente el paso al pisar las blandas briznas de hierba, que acariciaban sus pies desnudos produciendo una agradable sensación de cosquilleo. Al alzar la cabeza hacia el cielo, vio un océano estrellado; un mar que flotaba sobre su cabeza cual manto de seda que acuna a los astros y cometas.

Inmersa en sus ensoñaciones, se acercó al pequeño estanque en un lateral del jardín y se tumbó en la orilla, boca arriba, dejando caer uno de sus brazos hasta rozar la superficie del agua con la punta de los dedos. A lo lejos se oía el sonido de los grillos y el murmullo de la brisa, mientras que a su alrededor todo estaba quieto, inmóvil, y durmiente. La noche había caído…


Última edición por Hideyori Taira el Vie Jul 02, 2010 9:33 am, editado 1 vez
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Mensaje por Hideyori Taira Mar Jun 01, 2010 9:29 am

El sonido de los comensales parloteando animadamente envolvía el salón de banquetes del palacio Ieyasu. Gordos y ricos comerciantes elevaban el tono de voz más allá de lo molesto, embriagados por los efectos del sake en cantidades poco recomendables; e intentando exponer al resto de invitados cuán abundantes eran sus fortunas y cuán honorables su familias.

Era un espectáculo lamentable. Taira se encontraba en uno de los extremos de una fina y alargada mesa en forma de “U”, en cuyo extremo más corto, que hacía las veces de cabecera de la mesa, se encontraba el cabeza de familia, Tsuneoka, junto a su esposa y su primogénito, Yoritomo.

Era extraño observar que, pese a ser considerado en términos prácticos uno de los hijos de Tsuneoka, Taira se encontraba en el extremo más alejado de estos, como si fuera un invitado no deseado en el palacio de los anfitriones.

Sin embargo, eso no era algo que a él le importase: comería lo que el resto de invitados, sin inmiscuirse en sus asuntos; y cuando terminase, se iría. Nadie le echaría en falta ni notaría su ausencia.

Al fin y al cabo, él sólo era una sombra en el palacio de los Ieyasu.

Taira desconocía, en aquel momento, sus orígenes. Tan sólo albergaba por conocimiento que era hijo de unos desconocidos, probablemente ya muertos, y que fue “desinteresadamente” aceptado entre la familia noble de los Ieyasu, al encontrarle Tsuneoka-sama en el bosque, abandonado.

Desde entonces vivía en el bastión de aquellos nobles del Japón, sin apenas obligaciones y con demasiado tiempo libre. Sólo se le pedía que entrenara duro para perfeccionar sus dotes de infiltración y asesinato, junto al sensei que la familia había contratado para tal propósito; que realizara algún que otro cometido de "dudosa legalidad" en pos de la "continuidad" de los Ieyasu y que no trajera problemas a su noble familia. El resto simplemente les era indiferente. Pasarían de largo ante su presencia siempre que pudiesen, y lo ignorarían hasta el punto de no concebirlo como uno de los habitantes de aquel palacio. Para ellos, Taira era tan bienvenido, e ignorado, como un ave que rondara por el lugar sin molestar.

Aún así, y pese a lo inconcebible de la situación, para Taira aquello era lo mejor que podían ofrecerle. En su condición, podía disponer de cualquier lujo reservado a los propios Ieyasu, y sin embargo no estaba ligado a las responsabilidades que suponía el ser uno de ellos. Era una vida resuelta. O al menos, eso parecía…

Así pues, y tal y como sucedía siempre, Taira se levantó de su asiento, dejando su cena ya terminada en la mesa, y se alejó del bullicio de todos aquellos estúpidos invitados de Tsuneoka-sama. Con paso firme y ligero, abandonó la estancia y continuó su camino a través de innumerables pasillos, hasta que una vasta explanada verde y rosa, ajena al griterío del interior del palacio, le acogió.

Taira se detuvo en observar cada brizna de hierba meciéndose al viento, y cada pétalo de cerezo iniciar su lento vuelo en mitad de aquella noche estrellada. Aquello era su lugar de escape, su paraíso. Sólo algunos jardineros pasaban por ahí, y nunca de noche, con lo que Taira a menudo se encontraba a sus anchas, solo en mitad de un campo de cerezos en flor.

Lentamente, se dirigió a uno en concreto, junto a la orilla de un cuidado y limpio estanque. Con agilidad, trepó a una de sus ramas más anchas, y halló la comodidad en el interior de aquel cálido y arbóreo abrazo, mientras observaba una luna casi completa reflejada en la superficie del agua. Y allí se quedó, solo y relajado, ausente en la espera eterna de un cambio en aquella vida carente de propósito; durmiendo bajo el canto de los grillos y la sonrisa incompleta de una acechante noche maliciosa…
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Mensaje por Hideyori Taira Vie Jul 02, 2010 9:45 am

Ocaso de los Hideyori: La muerte de Lynorie [Flashback] Nombrelynfinalisimo

El estridente sonar de las campanas Hideyori despertó a Lynorie de su dulce sueño junto al estanque. Aún era de noche, y una luna plena y altiva vigilaba desde el cielo estrellado el gigantesco palacio noble, que de un segundo a otro había pasado del más profundo silencio a un alboroto y griterío muy distante a la tan acostumbrada tranquilidad.

Al principio, la pequeña tardó en asimilar lo ocurrido. Todo parecía fruto de un mal sueño, o del desatino del vigía responsable de hacer tañer la campana a la salida del sol. ¿Por qué si no sonaría su vibrante timbre a semejantes horas de la noche…? No tenía ningún sentido.

Durante años, los Hideyori habían estado en guerra con otra de las grandes familias de la zona, la Ieyasu; pero la opción de un asalto por parte de estos últimos no parecía demasiado probable. De hecho, sería un suicidio: imponentes muros de piedra rodeaban el macizo central del palacio, ofreciendo al exterior una imagen similar a la de un colosal y lujoso búnker – genuinamente japonés, por supuesto - ; y ello por no mencionar la superioridad de los defensores en todos los aspectos bélicos, ya fuera en arqueros, defensas o entrenamiento. Todo ello, unido a la falsa sensación de seguridad de una adolescente noble para con sus defensores, dejaba claro en la mente de la joven que debía tratarse de una equivocación.

Sin embargo, nadie paraba las campanas…

Lentamente, la rubia chiquilla trató de desperezarse, llevándose a los ojos y la nuca agua fresca del estanque junto a ella. Como una suave cascada, las gotas fueron deslizándose sobre sus manos y cuello, bajando lujuriosas sobre las más prohibidas curvas de la joven.

Y nadie paraba las campanas…

Sopló la brisa. Un escalofrío le recorrió la espalda al pegarse a su cuerpo húmedo las delicadas vestiduras de seda que la envolvían. Tornáronse entonces los suaves pliegues en secretos, susurros envolventes de la bella perla bajo ellos. Crueles descansos entre los parches de ropa mojada y deseante. Agonías ardorosas, vibrantes de pecado y seducción.

Pero nadie paraba las campanas…

Lynorie miró entonces tras de ella, dirigiendo la vista al pasillo que comunicaba aquel aislado jardín con el resto del palacio. Con picardía, se deleitó en comprobar que no había nadie por las cercanías; nadie que la riñera o censurara. Y sonrió culpable.

Sus dedos no tardaron en dirigirse hábilmente hacia los lazos del vestido, desanudándolos con soltura, y dejando caer la vacía prenda a sus pies. Quedó, entonces, desnuda bajo la luna llena. Una luna deseante que acariciaba con sus pálidos destellos la aún más blanca piel de la joven. Suave, tersa y hermosa piel, sólo interrumpida por los rubios cabellos que recorrían su espalda hasta cruzarse con la cintura; esbelta, firme, e inocente.

Empezó entonces a sumergirse en el estanque, ocultando sus divinas proporciones bajo el dulce abrazo del agua, y dejando flotar, por un instante, sus finos cabellos sobre las ondas del agua. Y se acarició…

Se acarició la llorosa mejilla, y el suave perfil de sus brazos y su vientre, paseando los dedos largos y finos por cada recodo de su cuerpo, hasta llegar a lo más lascivo. Donde se detuvo.

Porque nadie paraba las campanas…
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Mensaje por Hideyori Taira Miér Ago 11, 2010 11:14 pm

La suave brisa matutina despertó al Hideyori de su sueño entre cerezos. Apenas si había salido el anaranjado orbe sobre el horizonte, pero los rayos solares ya bañaban el paraje de un tono cálido, casi paradisíaco. Eran días apacibles. Días de felicidad.

Sin embargo, el joven tumbado entre los pétalos rosas no lo sentía así. Algo le oprimía la respiración, mientras una solitaria gota de sudor recorría su sien. Sus ojos color avellana, casi dorados, mantenían la vista clavada sobre la rama junto a su cabeza, como tratando a toda costa de mantenerse abiertos, temerosos de retornar a aquella pesadilla que durante tantos años le había acompañado. La pesadilla de un recuerdo.

“Recuerdo de un día de infancia, sentado sobre el traqueteo de un carruaje y el resonar de los cascos de caballos a su alrededor. Recuerdos de una cajita de madera y un bulto sollozante entre sábanas de seda. Recuerdos turbios, nublados por el paso del tiempo, sordos por la falta de entendimiento, y ciegos por el miedo propio de un niño...

Gritos, golpes y más gritos. Sangre. Órdenes, violencia y más golpes. Caos entre la locura del no saber qué pasa. Un brazo aparecido de la nada que le agarra; que le arrastra hacia el exterior del carruaje. Y de repente, todo negro.

Al despertar, recuerdos de un palacio ostentoso, de un día cálido y de la misma cajita de madera entre sus manos. No la había soltado en toda la refriega, pese a todo. Era importante. No sabía qué era pero era importante. Era suya…”


Y hasta ahí llegaba el recuerdo, la pesadilla que se veía obligado a revivir día a día. Sin descanso y, más importante aún, sin respuestas. Sólo que esta vez había sido diferente: Por lo general, el malestar del mal sueño desaparecía a las pocas horas, después de ingerir algo y emprender sus tareas diarias. Pero aquel día no fue así. Aquel mal pálpito le seguía allá donde fuera. No sabía por qué, pero no podía dejar de sentir que algo terrible iba a acontecer.

Y así siguieron transcurriendo las horas, una tras otra, impasibles; hasta el atardecer. Cuando empezó todo, el joven Taira se encontraba en el patio trasero del palacio, entrenando con otros aprendices del arte del zanjutsu. Peleaban con espadas de madera, boken, aunque sin la menor compasión por sus contrincantes.

Por lo general, Taira habría entrenado solo, mas aquel día a su sensei se le antojó que debía practicar su lucha contra otros adversarios que no fueran él mismo y sus limitaciones. Claro que el experimento no salió como esperaba: nueve adversarios abatidos y sin un solo rasguño para el Hideyori bastaron al viejo maestro para comprender que, después de todo, quizás aquello no fuera lo mejor para la moral del resto de sus alumnos. Así que en cuanto pudo despachó con amables palabras al prometedor joven, dando por terminada su sesión de entrenamiento de aquel día y mandándole a descansar. Pero de camino a sus aposentos, Taira se vio interceptado por sendos guardias armados, portadores de gigantescas armaduras de cuero y hierro forjado. Se detuvo. Una mirada a sus rostros les dio a entender que era todo oídos.


— Por favor, acompáñenos. — la voz ronca, inexpresiva, no parecía dejar alternativa. Debía de haber ocurrido algo importante para que la guardia personal de Tsuneoka-sama, líder de los Ieyasu, se presenciase en una de las dependencias comunes del palacio.

Con un asentimiento de cabeza, Taira depositó el boken en un estante cercano e inició la marcha, precedido por aquellas gigantescas montañas de hierro y lealtad hacia los Ieyasu. Y sus pasos le llevaron, nada más y nada menos, que al salón de recibimientos del palacio; lugar donde el cabeza de familia tenía por costumbre dar la bienvenida a sus más ilustres invitados y mensajeros.

Era una sala amplia, recubierta de adornos de oro y plata, cálices enjoyados y amplísimos estandartes con el escudo de la familia. Sin lugar a dudas, era una de las salas más ostentosas de todo el palacio, pues se tenía por costumbre entre las clases pudientes de aquellos lares mostrar su riqueza y poderío con semejantes decoros y altiveces, como si aquello enardeciese la nobleza y celebridad de la familia.

— Ieyasu Taira — la voz grave y envejecida de Tsuneoka-sama cruzó la distancia entre este, sentado en su suntuoso trono al final de la estancia, y Taira, que parecía resistirse a la formalidad de inclinarse ante el líder de la familia. — Por favor, hijo, acércate. — ya de comienzo el apelativo le resultó extraño. Jamás antes se había dirigido a él como tal.

Sin embargo, el joven hizo lo que se le pedía, recorriendo media docena de pasos al frente. Cuando ya se encontraba a una distancia más que prudencial, se detuvo. En su fuero más interno, algo le decía que no iba a salir bien parado de aquel encuentro, pero no tenía más opción que la de esperar al desarrollo de los acontecimientos, y rezar porque estos fueran lo menos nefastos posible. Poco después, la voz del Ieyasu volvió a alzarse:

— Como sabrás — marcó una pausa — desde que, hace ya muchos años, te encontramos abandonado en el bosque; has sido bien recibido entre los Ieyasu; tratado y cuidado tal y como habría hecho con mis propios hijos. — Taira asintió, aunque no lo sentía como tal. Sin embargo, y hasta donde él podía conocer, no tenía derecho a quejarse.

— También hemos puesto cuidado en adiestrarte en las más ocultas artes del sigilo y el combate. — hizo otra pausa, fingiendo una ligera tos — cosa que tampoco fue fácil. — el tiempo de silencio se volvió a alargar, interminable, agobiante. — En definitiva, te hemos ofrecido todo lo que estaba en nuestras manos darte. Y lo hemos hecho desinteresadamente, eso no lo dudes nunca.

Taira volvió a asentir. Hasta que el Ieyasu callara, él debía permanecer en silencio y, si le era requerido, mostrarse conforme con lo que este le iba exponiendo. Aquel era un mundo lleno de reglas de cortesía y respeto, y uno debía saber guardarse las opiniones si deseaba conservar la cabeza sobre los hombros. De modo que le dejó proseguir:

— Sin embargo, ahora, debo pedirte un único y gran favor. Un favor que podría alzar a los Ieyasu sobre el resto de familias de la provincia, o hundirlos bajo el peso de la opresión de esos salvajes con forma de nobles. — Taira no pudo evitar alzar la mirada, dirigiéndola directa a los ojos de Tsuneoka. El noble, por algún motivo incomodado, apartó la mirada.

— En lo que pueda servirle, Tsuneoka-sama — comenzó, como cortesía — estaré a su entera disposición.

— Me alegro, Taira, me alegro. — contestó de inmediato. Estaba claro que deseaba pasar por encima de aquel asunto lo antes posible. — Pues bien; como sabrás, llevamos ya cerca de veinte años en guerra con la familia que habita al sur de aquí: los Hideyori. — Taira asintió por enésima vez, aunque desconocía por completo que la causa que inició aquel conflicto, era él. — A mi entender ha llegado, que en posesión de dicha familia se hallan unos antiguos y muy valiosos… manuscritos, otrora pertenecientes a nuestra familia. — Parecía inseguro de lo que decía, como si estuviese improvisando, cosa que solo lograba poner aún más en alerta al joven Taira. Aquello olía muy, pero que muy mal.

— El caso es, hijo mío; que necesito que retomes esos manuscritos y los devuelvas a nuestro poder. — “Imposible”, pensó Taira, pero la prudencia imperó y sus labios permanecieron sellados. — Y además… — no parecía ir a callarse nunca — quiero que mates a cuantos puedas, ya sean hombres, mujeres o niños. Todos deben morir, ya sea antes o después. Espero que lo entiendas.

Y aquello fue la guinda que culminó el trozo de pastel. Un enorme y engorroso pastel que apestaba a muerto ya a lo lejos. Y bien muerto, debemos recalcar. Pero, de nuevo, un asentimiento y cero protestas; como mandaba la tradición. De modo que, tras una ligerísima reverencia, se dio la vuelta, dirigiéndose – esta vez sí – a sus aposentos personales. Tenía que actuar rápido si quería tener una mínima oportunidad de escapar a aquella locura. La locura de un noble con delirios de grandeza.

Una vez hubo llegado a sus dependencias, se apresuró en recoger todo aquello que le sería indispensable en su viaje, donde fuera que fuese. Tomó de su armero personal un wakizashi, de aspecto cuitado, aunque lo suficientemente afilado como para atravesar una buena lámina de armadura; un gancho de escalar y un largo tramo de cuerda. Tras ello, se detuvo un instante, afinando el oído, como para comprobar que no había nadie en las inmediaciones. Y cuando estuvo seguro, hincó una de las rodillas en el suelo y, con sumo cuidado, desplazó una de las láminas de madera que formaban el suelo, dejando entrever una pequeña caja de oscurísimo roble. La tomó entonces entre las yemas de los dedos, y la extrajo de su guarida para colocársela en el regazo.

Sus dedos buscaron entonces la pequeña y labrada llave entre sus vestimentas. Tras unos segundos de búsqueda, la extrajo al fin de entre sus ropajes y desbloqueó el mecanismo de cierre. Los goznes suspiraron levemente al levantar la tapa y descubrir el interior del tan preciado cofre:

Un rojizo paño de algodón envolvía algo entre la acolchada superficie de la caja. Algo de hiriente forma; lo único que Taira podía considerar como suyo propio.

Y un escalofrío recorrió la espalda del Hideyori al desenvolver un negro puñal de entre los tan lujosos paños. Tanto la empuñadura como la vaina estaban suntuosamente labradas, como por obra de una deidad de la armería. Sin embargo, aquello que más respeto infundía era la fría hoja del arma. Su aspecto, torvo, desgarrador, parecía arrancar el alma sólo con mirarlo; sólo con desear tomarlo entre las manos y darle el más macabro de los usos. Parecía un arma forjada en los mismos fuegos del averno, destinada al oscuro arte de la muerte y la carnicería.

Tras ello, unos pocos segundos le bastaron al joven Taira para volver a la realidad; para darse cuenta de la gravedad de la situación en que se encontraba, y en la necesidad de salir de aquel palacio lo antes posible. Así que tomó el malicioso puñal y devolvió la ahora vacía caja a su antiguo lugar de reposo, asegurándose de esconderla debidamente.

Salió entonces precipitadamente de la habitación: craso error. De haber mirado con anterioridad entre el resquicio que quedaba entre la puerta y el suelo, se habría dado cuenta que cuatro de los gigantescos guardias del palacio ya aguardaban su salida, expectantes ante cualquier intento de huída. Desde luego, que el líder de los Ieyasu se tomase tantas molestias en aquella misión era síntoma inequívoco de que había algo que no quería que supiera. Otras veces ya había encomendado a Taira otras misiones, tales como robar tesoros, extorsionar, e incluso acabar con según que cabecilla que comenzaba a destacar entre la escoria insurreccional de la zona. Pero nunca nada como aquello.

Nunca algo como infiltrarse en el gran palacio de una de las más destacadas familias de la provincia; tomar unos planos, o lo que fuera que fuesen y acabar con cuantos más mejor. Aquello era, simple y llanamente, la obra de una mente desquiciada.

Y no es que el Hideyori se viese incapaz de hacer frente a aquello. Simplemente, lamentaba que aquella noche tuvieran que perderse tantas vidas…

*********



Tras unas horas de silenciosa travesía a través de altiplanos y arboledas, la pequeña expedición llegó al fin frente a los muros del palacio Hideyori. Se trataba de una construcción imponente, sobrecogedora. La roca empleada en ella no daba signo alguno de haberse deteriorado con el paso del tiempo, y los rojizos estandartes ondeaban con orgullo sobre los torreones del baluarte.

Entre los resquicios de cielo filtrados a través de las almenas, Taira pudo observar cómo varios centinelas patrullaban incansablemente la zona. No parecía que se lo fueran a poner fácil.

El Hideyori aguardó pacientemente varios minutos entre la vegetación, esperando encontrar el lugar y momento indicado para iniciar el ascenso de la muralla; visto que llamar a la puerta no parecía la opción más saludable. Sin embargo, no encontró flaqueza alguna en el patrullar de los vigías: no habría manera de entrar en el castillo sin evitar que se diese la voz de alarma.

— Demonios… — maldijo. A su espalda, los guardias Ieyasu comenzaban a impacientarse, lo que no facilitaba para nada su labor. En medio del silencio, escuchó un suspiro nervioso; un falso carraspear y el lento deslizarse de una hoja sobre su vaina. Aquellos tipos se tomaban en serio las amenazas, de eso no cabía la menor duda.

Y sería impensable reconocer lo que en aquel momento se le pasó por la cabeza al Hideyori. Quizás alguno de aquellos inentendibles brotes de irracionalismo juvenil que ya en aquel entonces comenzaba a aquejar. Fuera como fuese, en la ambigüedad de sus ideas fraguó la decisión de que tendría que entrar ahí, no importaban las consecuencias.

Mucha menos relevancia tenía el que matar a aquellos cuatro desventurados guardias fuese mucho más asequible y lógico que internarse en la fortaleza. Se había propuesto entrar en aquel palacio, y lo conseguiría.

Porque algo en su interior le decía que su destino; la grandeza que siempre había buscado, se encontraba entre aquellos muros. Y no iba a dejar que algo tan estúpido como la racionalidad le impidiese conseguirla...
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Mensaje por Hideyori Taira Vie Ago 20, 2010 1:15 am

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La joven Hideyori se apresuró en vestirse; recogiendo el vacío vestido de la orilla del estanque y humedeciéndolo por completo al colocárselo con premura. Ni tan siquiera se había molestado en secarse antes. Simplemente, el miedo apremiaba demasiado.

Y es que lo que había comenzado con unas campanas que no dejaban de tañer, siguió luego con las idas y venidas de guardias sobra las rutas principales, y con el movimiento de evacuación a las dependencias interiores del palacio. Todo ocurría demasiado deprisa.

Desde su posición entre la hierba, Lynorie había pasado de no ver a nadie por el pasillo que le había llevado a aquel lugar, a ver el constante patrullar de rojizas y bruñidas armaduras: la guardia Hideyori. Se trataba de los más eficientes soldados de la zona; entrenados desde la juventud para convertirse en una fuerza de élite en lo que al arte de la guerra se refería. Su formación, lejos de descuidar la profunda disciplina del combate, les enseñaba a ser leales, serviciales y efectivos. Extremadamente efectivos. Se les había instruido en el manejo de armas a distancia larga y corta, de puñales y todo tipo de sables japoneses, dotándolos de una versatilidad inimaginable. Eran, sin lugar a duda, el orgullo de la familia.

De repente, un soldado de entre la columna se separó del resto, al reconocer en la joven de rubios cabellos a la hija de Nobunaga-sama, el líder de la familia. Parecía un soldado de mayor graduación que los demás, lo que quedaba corroborado por aquello de que llevaba el casco agarrado entre el brazo derecho y el flanco abdominal. Un soldado cualquiera no se lo habría retirado de la cabeza bajo ninguna circunstancia, por el simple hecho de que el castigo por ello era demasiado alto. A los oficiales, por contra, sí les estaba permitido en aquel tipo de maniobras, para facilitar su reconocimiento al resto del escuadrón; aunque la mayoría de veteranos prefiriese hacerse distinguir por el timbre de su voz. Al fin y al cabo, era un mecanismo más eficaz cuando se trataba de que les reconociesen en mitad de una refriega.

Fuera como fuese, aquel tipo seguía acercándose a lo joven semidesnuda. Su mirada se perdió entre la voluptuosa figura de la Hideyori durante un instante. Al momento siguiente, la disciplina del soldado ya había retomado el control para clavar la vista en el suelo, mientras le dirigía unas palabras apresuradas:

— Hideyori-sama, mis más sinceras disculpas. Se ha declarado una situación de emergencia y es nuestra labor ponerla a salvo, en el interior del palacio. — hizo una pausa mientras retomaba el aliento. Debían de haberla estado buscando por todos sitios. — Si nos concede el honor de acompañarnos… — el soldado realizó una reverencia, esperando la respuesta de la joven.

— ¿A qué viene todo esto? ¿Qué sucede para armar tanto revuelo? — inquirió Lynorie, nerviosa. El oficial no tardó en responder:

— Pues verá… — tardó un segundo en meditar sobre qué palabras emplearía. — Hace unos minutos, recibimos la voz de alarma de uno de los centinelas de la muralla. Al parecer, alguien estaba tratando de infiltrarse en el castillo. — una pausa — El caso es que este guardia dejó a su compañero solo, al cargo de defender la posición mientras él corría a avisar a la guardia.

— Entiendo… — dijo, con voz apagada, pensativa. — ¿Y ese guardia? ¿Está bien? ¿Qué ha sido de él…? — la funesta expresión del guardia lo decía todo.

— Me temo que aún no hemos sido capaces de encontrar su cuerpo, Hideyori-sama. Pero no se preocupe, — se apresuró en añadir — no tardaremos en encontrarlo, junto con cualquier posible amenaza para usted y su familia. — realizó una reverencia, esta vez más pronunciada. — Ahora, si nos pudiera acompañar…

— De acuerdo, soldado. — aceptó; pero antes de ponerse en marcha, añadió — Por cierto, oficial; no me ha dicho su nombre. — sonrió amigablemente. Quizás sería bueno tener amigos en un momento de necesidad como aquel. Al fin y al cabo, no había recibido ninguna clase de instrucción como para poder valerse por sí misma en caso de iniciarse una batalla.

— Ikari Zanshiro, mi señora. Para servirle. — se limitó a añadir, antes de dar la vuelta y unirse a su columna de granates armaduras. — ¡Soldados! ¡En marcha!


Y, al unísono, todos sus subordinados emprendieron de nuevo la marcha, seguidos muy de cerca por la joven Lynorie. En aquella situación, no le quedaba más remedio que seguir al tal Zanshiro hasta que le pudiera ofrecer un lugar en el que estar a salvo. ¿Pero qué podía considerar como un lugar seguro en aquella clase de situaciones? ¿Una dependencia a solas con su padre y un par de guardias armados? Desde luego, no parecía la opción más lógica. Por el contrario, estar junto a una columna de quince soldados Hideyori, embutidos en gigantescas armaduras y armados a más no poder…Sí, aquello sí que le hacía sentirse segura. El problema era que la elección no parecía estar en su mano; ya que posiblemente su propio padre, Nobunaga, hubiera dispuesto toda la distribución de tropas a lo largo del palacio. Y ante aquello, no había nada que poder objetar.

Y con aquellos pensamientos en mente, la joven Lynorie continuó si travesía junto a la que se había convertido, transitoriamente, en su guardia personal. Subieron innumerables escaleras y recorrieron incontables pasillos antes de llegar a una de las rutas principales de patrulla. Se trataba de un pasaje en alto, a unos diez metros del arenisco suelo. Su construcción, similar al de un puente de cuerda – aunque labrado en piedra, - trazaba un ligerísimo arco ascendente, uniendo uno de los laterales del macizo central del palacio con el torreón de los guardias, adyacente a las murallas exteriores. Se detuvieron antes de cruzar el puente, lo que Lynorie aprovechó para dedicar un rápido vistazo a las inmediaciones:

Todo permanecía en un extraño silencio, como si de una noche cualquiera se tratara. La joven se detuvo entonces en observar, a su derecha, el gran patio principal de la residencia. Se trataba de una vastísima explanada, que partía de las puertas de la muralla y llegaba hasta la entrada principal del palacio. El suelo, de arena blanca y fina en su mayoría, quedaba flanqueado por sendas regiones ajardinadas, cubiertas de las más raras y exuberantes flores jamás vistas; deleitando así a los transeúntes en su camino hacia el palacio. Y sobre la vegetación, podían verse las grandes terrazas del palacio, situadas en los laterales de aquella construcción en forma de “U” que suponía el macizo palaciego. Así pues, el visitante – o posible invasor - , en su camino hacia el portón principal del hogar Hideyori, se hallaría rodeado de los larguísimos flancos del edificio, con sus amplias tiras de barandillas de madera pulida y sus largos estandartes ondeando al son del viento.

Pero volviendo a la posición de la chica de rubios cabellos, veríamos como, antes de salir de las instalaciones del interior de la residencia para internarse en el pétreo puente colgante, había un pequeño portón de roble, diferente a todas las demás puertas del pasillo. Se trataba de un pasaje que daba paso a una larga escalera de caracol, iluminada vagamente por antorchas en las paredes, y que llevaba directamente a la plante baja, junto a una de las salidas hacia el patio principal. Y fue precisamente ese portón el que, de repente, se abrió para dar paso a uno de aquellos jadeantes mensajeros; que servían como medio de comunicación entre las distintas patrullas del palacio. De inmediato, el jefe de la patrulla – Zanshiro – se adelantó, para escuchar lo que este tenía que decirle.

— Señor… — jadeó — tenemos nuevas del guardia desaparecido. — Volvió a parar, ante la necesidad de recuperar el aliento. Zanshiro parecía impaciente. — Uno de los nuestros encontró su cuerpo, a los pies del torreón de la guardia palaciega…pero… — de nuevo, volvió a detenerse — creo que debería venir a verlo por usted mismo… — no dijo más. Se limitó a apoyarse, fatigado como estaba, sobre la pared más cercana, al tiempo que intentaba devolver su respiración a la normalidad. Ahora era el turno de Ikari de mover ficha.

Dirigió una mirada a su izquierda, hacia el puente de piedra, y lo que había tras de él. Volvió a mirar al mensajero, luego al portón de roble por el que había venido: estaba indeciso. Debía dejar a la joven Hideyori en un lugar seguro, de eso no cabía la menor duda; pero también le era necesario el observar el cadáver del guardia, si es que quería saber a qué clase de incursión se estaba enfrentando. Fuera como fuese, tenía claro que no serían más de dos. Tres, a lo sumo. De otro modo, no hubieran cometido el descuido de dejar con vida al guardia que dio la alarma. No tendría ningún sentido.

Por otra parte, sabía que tras aquel puente, y en el interior del gigantesco torreón que servía de igual manera como casa de armas de los guardias y como baluarte de la muralla; tenía a veinte de sus mejores hombres, acabando de colocarse las armaduras y de recoger sus armas. Aquello era algo que podía utilizar:

— Hideyori-sama… — se dirigió a la joven, como disculpándose. Antes de proseguir, volvió a dirigir una mirada al sendero que unía su posición con los barracones de sus hombres: estaba vacío. Se decidió a continuar: — Lamento muchísimo tener que pedirle esto pero…el tiempo apremia, y necesito poner en posición a mis hombres lo antes posible. A parte, también debería ir a echar un vistazo al centinela muerto; podría darnos información útil… — se resistía a formalizar la petición — El caso es que…quisiera pedirle que se dirija al torreón de los guardias, al otro lado de este puente. — no tardó en añadir: — no se preocupe; el sendero es seguro, y en el interior aguardan veinte de mis mejores hombres. Ante la amenaza de un asesino, un lugar cerrado y repleto de soldados es, posiblemente, de los sitios más seguros del palacio en estos instantes. — seguía tratando de convencerla, aunque Lynorie había decidido hacía ya tiempo que se dirigiría a aquel lugar. — Le prometo que, en cuanto haya terminado de organizar los efectivos, volveré a por usted y la llevare junto a su padre y la guardia de élite. No se preocupe; no tardaré en volver. — quedó en silencio, esperando la respuesta de la joven. En circunstancias normales, ella podría haberle castigado por su atrevimiento, pero esperaba que comprendiese la situación y lo pasara por alto.

— De acuerdo, Ikari-san. — concluyó la bellísima Hideyori, con un toque de inocencia en su voz. Le era difícil concienciarse de que, en aquella situación, era ella quien realmente estaba al mando. — Vuelve pronto, entonces. — Y se dio la vuelta, corriendo dirección al puente de piedra, y sin volver la vista atrás. Al instante, las tropas de Ikari comenzaron a movilizarse, dirección al patio principal, al tiempo que el mensajero corría a informar a Nobunaga-sama de la situación. Esta vez sí, Lynorie se sentía sola.

Así que corrió y corrió, llegando con premura al portón blindado que daba paso a la sala de armas de la guardia Hideyori. Se dispuso entonces a abrir la puerta, cuando escuchó el aleteo de un gran ave a escasos metros de su cabeza. Miró a su derecha, dirección a uno de los ventanucos del torreón. Y gritó.

Sobre el alfeizar de la ventana reposaba un gigantesco cuervo, con las enormes alas azabaches expuestas a la mortuoria luz de la luna. Sus ojos, entre dorados y ambarinos brillaban con escalofriante intensidad, al tiempo que sobre su cuerpo resbalaba un caudaloso reguero de sangre, procedente de su negro y torvo pico. Y bajo él, unido temerariamente por un hilillo de carne ensangrentada, colgaba un ojo humano, completando la macabra y ominosa estampa.

Durante unos segundos, Lynorie permaneció inmóvil; sus músculos atenazados a partes iguales por el miedo y la aversión. Pero entonces, el cuervo la miró, centrando la punzante mirada sobre el iris ambarino de la Hideyori. Parecía hambriento, deseoso de saciar su sed con la sangre de la chica. De pronto, batió las alas, cual arcángel de la muerte que cernía su vuelo sobre ella.

Y el instinto de supervivencia tomó las riendas sobre el miedo, retomando el control sobre su cuerpo e impulsando a Lynorie a apartarse de la trayectoria de la voraz ave. Rápidamente, empujó el portón de la torre con ambas manos, tratando de internarse en la guarnición de los soldados. Allí estaría a salvo.

La puerta cedió, aunque más lentamente de lo que la joven esperaba. Parecía como si hubiera algo pesado en la trayectoria de apertura, algo que le impedía entrar todo lo rápido que ella hubiera querido. La puerta empezó a ceder. Lynorie dio un paso más: ya casi la había abierto lo suficiente como para entrar; pero no era suficiente. Un último esfuerzo…y otro paso más.

Pero al posar el pie sobre el suelo, sonó algo parecido a un chapoteo. “¿Por qué demonios estará esto encharcado?” Se preguntó. Pero, aterrada por la posible vuelta del cuervo, continuó adelante, dando un último y lento empujón a la puerta, mientras se esforzaba por contener su agitada respiración. Otro chapoteo...

Se decidió a entrar de golpe, y así lo hizo. Pero aquello fue demasiado. Trató de gritar, pero el sonido quedó ahogado por el repentino pavor de contemplar cómo su mundo se venía abajo. Y miró al suelo. Miró el líquido espeso que se filtraba por debajo de la puerta. Era carmesí. Y aún estaba caliente…
Hideyori Taira
Hideyori Taira
Desaparecido
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